sábado, 17 de marzo de 2012

LA PRENSA LA REVOLUCIÓN DEL PERIODISMO EN EL PERÚ

Circunstancia. Año VII - Nº 19 - Mayo 2009

Artículos

LA "GUERRA CIVIL" DE MIGUEL DE UNAMUNO
Paul Aubert

¿DOS ESPAÑAS?
MINORÍAS Y MASAS /JÓVENES Y VIEJOS-
GUERRA CIVIL Y GUERRA “INCIVIL”
¿TRES ESPAÑAS?
DE LA PERSECUCIÓN A LA DISIDENCIA
DEL EXILIO INTERIOR A LA “DESCORTESÍA RENCOROSA”
UN SOLITARIO
“NO HAY ANTI-ESPAÑA”
“LA INTELECTUALIDAD ES GASEOSA”
«Media España ocupaba España entera
con la vulgaridad, con el desprecio
total de que es capaz, frente al vencido,
un intratable pueblo de cabreros.»
Jaime Gil de Biedma

La revolución liberal parece suscitar una interminable guerra civil cuya violencia da nacimiento a la entrada de España en el mundo moderno. Volver a glosar el tema de las dos o de las tres Españas[1], en un estudio de los antecedentes de la Guerra civil española de 1936, supone a menudo renunciar a pensar históricamente para aislar dos Españas que se oponen sin solución de continuidad, olvidando que se nutren dialécticamente una de otra. Tal dicotomía les convenía a algunos historiadores del siglo XIX que consideraron que la Guerra civil era una solución para resolver conflictos que la vía política no pudo zanjar: un desquite o una catarsis nacional, después de la monarquía facciosa de 1814 y 1823 que acabó provocando intentonas revolucionarias y pronunciamientos que no eran más que la expresión del deseo de restaurar la constitución.
El ultra-absolutismo, nacido en el seno del absolutismo en 1823 en reacción a la política de Fernando VII, llevó a la Ia Guerra carlista que terminó en 1840, sin haber resuelto el problema que la había provocado. El triunfo de la Restauración, con aparentes formas modernas de gobierno pero con un proletariado agrario y urbano y unas clases medias al margen de las relaciones de ciudadanía, no solucionó la cuestión agraria engendrada por la liquidación de la propiedad comunal, según Joaquín Costa quien advirtió del peligro de una contienda civil. De tal manera que, más allá de la polarización en torno a la derecha o la izquierda, propia de la vida política, lo que estuvo en juego en estos enfrentamientos fue la índole misma del régimen con la promulgación o el rechazo de una constitución.
En este contexto, el término “Guerra Civil” designa, antes de 1936, a la guerra carlista, considerada en el siglo XIX por sus propios historiadores como una epopeya[2], lo mismo que otros más tarde hicieron hincapié en la heroicidad de los combatientes, comparando, durante la Guerra Civil de 1936, la lucha republicana contra los militares sublevados con la epopeya popular de la Guerra de la Independencia. Estas representaciones, lo mismo que las veintidós novelas, publicadas entre octubre de 1912 y febrero de 1933, sobre los acontecimientos revolucionarios que tuvieron lugar entre 1820 y 1845, revelan la obsesión de los liberales por no verse desposeídos de este pasado de vencidos, al mismo tiempo que gustan de retratar románticamente al revolucionario como un eterno conspirador.
Así concebido pues, fuera del debate parlamentario, el combate ideológico no descarta el recurso a la violencia ni a la Guerra civil. Unamuno no deja de alimentarlo etimológica y metafóricamente, aunque su postura evoluciona pasando de la predicación cívica, para “hacer espíritu”, a la discrepancia sistemática del viejo liberal con el Poder que pretende luchar “contra esto y aquello”, sin que estos impulsos batalladores le eximan de la lucha consigo mismo. Pueden distinguirse varias etapas en el compromiso cívico de Miguel de Unamuno: la hostilidad al ensanche de Bilbao, una breve etapa socialista, la lucha contra el casticismo y el regeneracionismo elemental, la definición de un nuevo liberalismo, el antimilitarismo, el enfrentamiento con el Rey Alfonso XIII y luego con el dictador Miguel Primo de Rivera, la época del exilio, el militantismo a favor de la República, la hostilidad a la política de Manuel Azaña, la dolorosa etapa final, con una breve aprobación del golpe militar del 18 de julio y el ruidoso desquite del discurso del 12 de octubre de 1936[3]. En cuanto a su evolución temática, parte Unamuno de una protesta global para llegar a un verdadero cuestionamiento cívico que se niega siempre a plasmar en un programa político. Más que la historia de las dos Españas nos interesa la de sus representaciones, que enarbolan periódicamente quienes procuran mantener este dualismo cómodo que culpa siempre al enemigo de los males de la patria. Al fin y al cabo, la historia de las “dos Españas” es la que redactan los vencedores.

¿DOS ESPAÑAS?
No obstante, de la permanencia de este combate ideológico, Unamuno, después de su testimonio acerca de la Segunda Guerra carlista, que marca el principio de su edad consciente[4], ofrecía inicialmente una versión más intimista, aludiendo a una violencia simbólica. Los españoles habrían luchado entre sí para curar su angustia existencial:
“Y los más de los deportes, entre los que incluyo a la guerra, a la política, al arte, a la ciencia y hasta a esa moral que se dice no cristiana —es decir, que no toma en cuenta el próximo fin del mundo— no son más que diferentes formas de morfina para acallar el dolor de tener que morirse, para borrar el hecho capital de la civilización moderna neo-pagana; la desesperación íntima.
Por no querer ser desesperados, conscientemente desesperados y buscar en la desesperación misma motivos de esperanza, por no querer hacer razón y resorte de la vida, ese trágico combate entre el corazón y la cabeza, entre la fe y la ciencia, por no querer encarar nuestra propia íntima realidad de consciencia damos en morfinómanos. Y es morfinomanía la política, y lo es la ciencia, y lo es el arte, y lo es la guerra, y por no luchar cada uno consigo mismo y como Jacob con Dios preguntándole su nombre, luchamos unos con otros.”[5]
A esta explicación psicológica de la guerra civil, varios autores, a modo de Pío Baroja en 1917, contraponen una versión más violenta de la historia como revancha o catarsis mediante una división del trabajo: «el intelectual burgués va demoliendo la casa vieja e incómoda, el obrero va poniendo los cimientos de la casa del porvenir. La misión de la intelectualidad burguesa no es otra: destruir.»[6] Pero unos años antes, en 1910, en la Casa del Pueblo de Barcelona, el escritor había ampliado el concepto de Revolución al militantismo cultural y científico, cuando proclamaba que «la ciencia en política es la revolución», antes de concluir, exhortando a los obreros a procurar que la revolución transforme totalmente la sociedad: «Yo no llamo revolución a herir o a matar; yo llamo revolución a transformar. Y para eso hay que declarar la guerra a todo lo existente. Aunque no tenga autoridad para ello, permitid que os diga: Trabajad por la expansión del espíritu revolucionario, que es el espíritu científico, difundidlo, ensanchadlo, propagadlo».
Por su parte, los conservadores alimentaron esta misma perspectiva violenta, razonando, como Marcelino Menéndez Pelayo, en términos irreconciliables de ortodoxia y heterodoxia. Más allá de la dicotomía, que sugiere el juego entre amigo y enemigo, evocar las dos Españas recuerda la difícil unidad dialéctica de dos visiones del mundo que constituyen la España contemporánea: tradición y progresismo. Los intelectuales se dan cuenta de que no se puede prescindir de la tradición, aunque se apoya en ella la reacción fernandina. Tampoco es posible negar la españolidad de los heterodoxos que quedaron marginados de la cultura nacional. Menéndez Pelayo por un lado, Galdós, por otro, contribuyeron a la creación de una doctrina maniquea (aunque el segundo no la teoriza). La división parece ahondarse en el último cuarto del siglo XIX: por un lado la gran propiedad agraria aliada con la burguesía dentro del sistema de la nobleza del viejo régimen, y, por otro, la clase obrera y la gran masa del asalariado agrario que van operando su toma de conciencia (que es todavía una conciencia inmediata más que una conciencia de clase) con la ayuda de los intelectuales de las clases medias. Pero, cuando Unamuno crea, en 1895, el concepto de “intrahistoria” que contrapone a la historia concebida como suma de acontecimientos superficiales que afecta a los grupos dirigentes sin conmover la entraña nacional, procura ya —cambiando de punto de vista, es decir partiendo del hombre mismo y no de una historia abstracta e imperiosa— superar este axioma de las dos Españas irreconciliables. Opone entonces, a la España real, una España soñada, operando una valoración ideológica y mítica más que una oposición de hechos objetivos, porque en esta visión no cabe la política.
Más concreta es la visión de Machado cuando compara la España del trabajo y la del ocio. Y este horror al trabajo no es precisamente de origen campesino. La distinción entre estos dos tipos humanos, expuesta por primera vez en Soledades, desemboca finalmente en el descubrimiento de un antagonismo social, expresado claramente en Campos de Castilla, en el poema “Los Olivos” —y en los poemas posteriores a 1912— en el que distingue Machado entre dos categorías de hombres: «los benditos labradores» y «los bandidos caballeros»[7]. Pero ahora su rebeldía es más fuerte que su tristeza. «Este régimen de iniquidad en que vivimos empieza a indignarme», escribe en 1912 a Juan Ramón Jiménez[8]. Plantea así Machado la cuestión de las relaciones entre el pueblo y las demás clases sociales: entre un pueblo desconocido y lleno de porvenir, una burguesía agotada antes de haber nacido y una aristocracia que ha desaparecido como tal. Esta visión de la situación española le permite enfocar el problema de los males nacionales sugiriendo que esta honda crisis tiene causas de índole social. Pero no se complace Antonio Machado en la condenación conjunta del pasado y del presente. Reconoce «Mas otra España nace / la del cincel y de la masa»[9]y esta España anónima logra dar sentido, a su parecer, a una «palabra poco española / y castiza: trabajar»[10]. Esta fe en una España laboriosa reiterada en «El mañana efímero» o en el «elogio a Azorín» la manifiesta ya en 1912, en la citada carta a Juan Ramón Jiménez: «Hay que defender a la España que surge del mar muerto, de la España inerte y abrumadora que amenaza anegarlo todo. «La originalidad de Machado consiste en esta visión de una fuerza nueva que surge más allá de dos polos negativos, constituidos por aquel ayer en la crisis de hoy. Machado muestra que ésta procede de una concepción ochocentista del presente[11]. Y se vale de la misma dialéctica: la razón ha insensibilizado al hombre del primer cuarto de siglo —que sigue siendo el del ochocientos— y le ha llevado a embestir en la nada; pero más allá de la crisis del ochocientos que se prolonga en la del novecientos, es decir hasta hoy, surge la expectativa del hombre actual[12].
Nada más lejos de su espíritu que el deseo exacerbado de considerar al otro bando como disidente, para favorecer el divorcio de las dos Españas— como vino a proponerlo Zulueta, después de la “Semana Trágica”:
«Los sucesos de Barcelona han venido a demostrar, de manera tan brutalmente clara que no deja lugar a la menor sospecha, que en el campo político y social de España existen y se mueven dos fuerzas contrarias, diametralmente opuestas, que es necesario en absoluto deslindar. Es imposible, absolutamente imposible, que continuemos por más tiempo juntos los unos y los otros.» [13]
Los que se expresan con cierta bravuconería en los momentos críticos, como Marcelino Domingo en 1917, quien opone, a la luz de la neutralidad: «La España resignada a todo y la España dispuesta a transformarlo todo» (la primera, «es también la España del que no comprende ni siente una España mejor», la segunda, «la España representada por los partidos de izquierda»[14]), no hacen más que alimentar, con una retórica de muerte y resurrección sin alcanzar el nivel dialéctico, o con el determinismo propio a la psicología comparada de los pueblos, la espiral de la sobrepuja en el desafío verbal. Según el fogoso diputado de Tortosa:
«Inglaterra es el país de las reformas; Francia es el pueblo de la revolución […] ¿Y España? ¡Ah! España es y ha sido siempre el país de las guerras civiles. Pues bien acabemos de una vez. Las guerras civiles nos dan pena; pero no nos causan miedo.»[15]
Cuando el Unamuno, recién destituido de su puesto de Rector y con impulsos batalladores, se da cuenta de que, más allá del conflicto europeo, se está perfilando una lucha entre la autocracia y la democracia, le indigna la neutralidad oficial española. Recibe una carta de Antonio Machado que compara “Germanófilos y francófilos” con “Frascuelistas y lagartijistas”, los partidarios de los mejores toreros del momento[16].
«Nuestra neutralidad hoy consiste […] en no saber nada, en no querer nada, en no entender nada. Lo verdaderamente repugnante es nuestra actitud ante el conflicto actual y épico, nuestra conciencia, nuestra mezquindad, nuestra cominería. Hemos tomado en espectáculo la guerra, como si fuese una corrida de toros, y en los tendidos se discute y se grita. Se nos arrojará un día a puntapié de la plaza si Dios no lo remedia. Los elementos reaccionarios, sin embargo aprovechan la atonía y la imbecilidad ambiente para cometer a su sombra indignidades como la que usted fue víctima. Si no se enciende dentro la guerra, perdidos estamos[17].»
Esta comprobación conduce al poeta, que se está haciendo eco a menudo a las reflexiones de Unamuno, a la formulación radical del prólogo a la segunda edición de Soledades, galerías y otros poemas, es decir en 1919, tras el fracaso del gabinete de unión presidido por Maura:
«Los defensores de una economía social definitivamente rota seguirán echando sus viejas cuentas y soñarán con toda suerte de restauración; les conviene ignorar que la vida no se restaura ni se compone como los productos de la industria humana sino que se renueva o perece.»
No obstante, Machado no ignora que esta ruptura histórica, fruto de esta revolución que presenta, desde 1913, como “una fulminante jubilación de cocheros borrachos”[18], no es posible en la España presente. En 1915, no duda de que ésta será obra de la juventud: « la juventud que hoy quiere intervenir en la vida política debe, a mi parecer, hablar al pueblo y proclamar el derecho a la conciencia y al pan, promover la revolución, no desde arriba ni abajo, sino desde todas partes[19]. ». Matiza inmediatamente: «Mas Dios nos libre de los nuevos cocheros, de los sustitutos de estos cocheros locos. En España ha habido siempre un Gobierno malo y una opinión descontenta, que aspiraba vehementemente a otro peor. […] Cuando fracasen las cabezas pediremos que gobiernen las botas», escribía en 1915[20]. Pero, más allá de esta resignación, comprueba, con Unamuno, que «las Españas» coexisten, luchan entre sí, pero también nacen unas en el seno de otras de tal forma que la renovación no viene del exterior, ni de una minoría selecta, sino de las fuerzas sociales más jóvenes al entroncar con lo mejor del pasado.
Desde otro punto de vista, con ambiciones más inmediatamente políticas, para José Ortega y Gasset la cuestión está clara: «Hay dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas; una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia»[21]. Ortega quiere hablar en nombre de la nación que se identificaría con la España vital.

MINORÍAS Y MASAS /JÓVENES Y VIEJOS[22]-
En esto estriba la diferencia entre la España germinal de Ortega y la España militante de Domingo: la de Ortega es la de unas elites que piden el relevo de los grupos oligárquicos en el Poder, la de Domingo, la de una minoría que aspira a ser mayoritaria. Naturalmente es algo más que una diferencia de perspectiva, es todo el debate sobre la élite y la masa lo que se está perfilando ahora, en plena controversia en torno a oportunidad de la neutralidad, es decir cuando se plantea de nuevo la cuestión de las relaciones de España con Europa. En este combate Unamuno está presente a su manera poniéndose a la cabeza de la Liga Antigermanófila para luchar contra los reaccionarios a quienes llama “trogloditas”, por no querer abrirse a las influencias extranjeras.
A esta dicotomía entre el corazón y la razón, lo viejo y lo nuevo, el progreso y la tradición, el mundo rural y el desarrollo capitalista de la ciudad, la minoría y las masas urbanas, Ernesto Giménez Caballero, añade otra, describiendo, con el historicismo intransigente de la vanguardia, dos juventudes enemigas. El fundador de La Gaceta Literaria en 1927, quien afirma que la juventud tiene que hacer prueba de intransigencia, se enorgullece de haber hecho de su revista el crisol del que salieron las dos facciones enemigas que estaban preparándose a un enfrentamiento civil: comunismo y falangismo.
Ya Filippo Marinetti definía las implicaciones violentas de su programa en 1910 en la revista Poesía: «Queremos exaltar el movimiento agresivo… la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puño… la belleza de la velocidad.[23]». Con la efervescencia de la “Belle Époque”, se presenta el culto a la juventud, a la estética y a la eficacia de la violencia, propio de este ideario contrarrevolucionario, como la lucha moderna de unas élites sociales según las reglas del darwinismo social que sólo permite sobrevivir a los mejores frente a la nación hostil y propone soluciones jerárquicas a los problemas sociales. Aunque se fundamenta en el mito del pueblo sabio del campo, conducido por jefes carismáticos, la renovación del conservadurismo por estas vanguardias intelectuales reaccionarias, deseosas de superar la democracia, encuentra sus referencias en el Antiguo régimen al mismo tiempo que predica la violencia como única manera de lograr la ruptura con el orden presente. En esta paradoja ideológica, fruto de la yuxtaposición de la modernidad, del pasado nacional y del mito (con referencias al mundo greco-latino), estriba la insólita dialéctica de la nueva derecha, que establece durante la Dictadura de Primo de Rivera, relaciones con Mussolini, antes de predicar abiertamente la contrarrevolución. La radicalización política de los últimos años de esta Dictadura y luego la que precedió la insurrección asturiana de octubre de 1934 acrecentó este divorcio entre la vanguardia minoritaria y las masas. Así mismo el empeño de la vanguardia falangista en hacer coincidir modernidad y reacción expresa veleidades autoritarias y antiliberales.
Giménez Caballero cuenta cómo un banquete de cien invitados, que ofreció en su honor Gómez de la Serna en el Pombo, degeneró en pugilato en el que tomaron parte Rafael Alberti — quien distribuía un panfleto hostil a la Revista de Occidente, a Ortega y a Antonio Marichalar —, el escenógrafo Bragaglia, acusado de fascista, Antonio Espina, que había sacado una pequeña pistola, un juguete, y Ramiro Ledesma Ramos, quien enarbolaba un revolver verdadero y exigía más heroísmo de parte de la juventud. Concluirá Giménez Caballero más tarde, al referir esta anécdota, que la Guerra civil acababa de empezar y que los poetas, como siempre, se adelantaban a los políticos[24].
Giménez Caballero exigía más fervor y abnegación, mientras Rafael Alberti, solidario del pueblo proletario, escribía su primer poema subversivo, « Con las botas puestas tengo que morir ». Los partidarios de la nueva España que miran hacia Italia quieren aplastar « como sapos » a « aquellos intelectualoïdes atraídos por la política que, desde la derecha y la izquierda, impiden la circulación del espíritu nuevo » y desean enterrar, como mandarines a Marañón o a Jiménez de Asúa[25].
Pero esta ruptura con el orden antiguo no tiene el mismo sentido para todos : algunos como Alberti echan la culpa a los viejos valores liberales y Sender se regocija de la crisis de la cultura burguesa ; otros, como Díaz Fernández ponen su pluma al servicio de un nuevo liberalismo, mientras Giménez Caballero o Ledesma Ramos se deslizan hacia el fascismo, cuidando de apartarse de los movimientos reaccionarios que desde el maurismo, en 1913, hasta Acción Española, en 1931, o la Juventud Conservadora, han instrumentalizado la rebelión juvenil.
Paradójicamente, reivindicar el papel de precursores suponía para los vanguardistas instalarse en un eterno e imposible presente y adoptar la incómoda postura de quienes se portan como si fueran los últimos. Pero esta concepción de la vanguardia se diluye en la cultura de masas, señalando un horizonte que huye siempre sin desaparecer jamás. Esta carrera acaba transformándose en su propio fin. Su interés reside en la tensión que induce. Finalmente, la vanguardia llega a ser una actitud provocadora más que un proyecto.
A finales de 1933, la izquierda del PSOE se aleja de la política y se está preparando a la conquista violenta del Poder para instaurar la dictadura del proletariado. Bajo el peso de las circunstancias internacionales, el viejo dilema: reforma o revolución, había sido postergado por otros que formulaba un Araquistáin leninista en el prólogo a los Discursos a los trabajadores de Largo Caballero[26] o desde las columnas de su revista Leviatán: “revolución o contrarrevolución”, “dictadura capitalista o dictadura socialista.” Los tiempos en que Araquistáin, lo mismo que Azaña, quería sencillamente hacer la revolución por la ley, habían pasado.
A partir de la insurrección asturiana de octubre de 1934, la actuación de los jóvenes salidos de la generación anti-conformista va radicalizándose. Una ola de movilización juvenil afecta al mundo occidental en los años treinta y hasta finales de la Segunda Guerra mundial. Estas juventudes armadas y uniformadas: Juventudes fascistas o falangistas, por una parte, fascinadas por la estética del héroe y el culto del jefe ; Juventudes Socialistas Unificadas, cercanas al Partido Comunista y a la Internacional Juvenil Socialista, sitúan su acción en un marco internacional y fuera del ámbito de la política tradicional, aunque invocan el carácter juvenil de la revolución o de la contrarrevolución[27]. Esta juventud desempeñó un papel importante en Cataluña en el proceso de emergencia de la sociedad de masas a lo largo del período de entreguerras y en particular al acercarse al movimiento anarquista[28], cuando las tensiones entre jóvenes y viejos se acentúan con la crisis de la confederación sindical Solidaridad Obrera.
Ledesma Ramos, quien tenía en mente las categorías orteguianas y en particular la teoría de las generaciones, en el momento de analizar la actitud de los jóvenes frente a las nuevas circunstancias políticas y culturales[29], tampoco era indiferente a las reacciones del imprevisible Unamuno cuyo valor y aparente irracionalidad admiraba[30].
Es en términos generacionales cómo hay que entender primero el despecho de Miguel de Unamuno frente al violento enfrentamiento de las juventudes de izquierdas y derechas desde el fin del primer bienio: « los hunos y los hotros », como si los cortes generacionales no fueran más que un juego de manipulaciones o el fruto de construcciones sociales o políticas. Tal confusión no le impide a Unamuno medir el desajuste que existe entre la gente de su edad y la juventud actual a la que acusa de lanzarse a la aventura de la violencia política como si se tratara de una competición deportiva. Y el filósofo negará incluso que esta generación de 1931 haya tomado parte en el advenimiento de la República. Es en nombre de otra rebelión juvenil, inicialmente formulada en las columnas de la Gaceta Literaria de Giménez Caballero, cómo Ramiro Ledesma Ramos y José Antonio Primo de Rivera hacen su entrada en la vida política. Pero Unamuno guarda en la memoria «el recuerdo de las mirada agresivas de aquellos mozalbetes, con los que uno se cruzó por la calle…»[31].

GUERRA CIVIL Y GUERRA “INCIVIL”
Para Unamuno, no puede haber dos Españas opuestas de manera intemporal y abstracta. Al contrario, cree necesario superar cualquier riesgo de escisión con una tensión entre ambas corrientes ideológicas que llama “guerra civil”, término poco afortunado desde la perspectiva actual que entonces opone al marasmo al que se resignan los casticistas.
Pero en 1903, aquello estaba muy claro cuando usaba dos acepciones de la “guerra civil”. «España está muy necesitada de una nueva guerra civil, pero civil de veras, no con armas de fuego ni de filo, sino con armas de ardiente palabra, que es la espada del espíritu.» En este sentido, la “guerra civil” era para Unamuno un acontecimiento fundador capaz de crear una nueva conciencia ciudadana.
La paradoja no es mayor que la que sugieren entonces las disquisiciones unamunianas en torno al regionalismo y a cosmopolitismo, al progreso y a la tradición:« lo progresado se trasmite, traditur, haciéndose tradición; trasmítese el progreso, se tradiciona. Es, pues, el progreso, progreso de tradición, y es la tradición, tradición de progreso, cuando una y otro son vivos de veras. »[32] En 1905, en Vida de Don Quijote y Sancho, preguntaba: «¿Qué se teme? ¿Que se trabe y se encienda la guerra civil de nuevo? ¡Mejor que mejor! ¡Eso es lo que necesitamos!»[33]. Desde 1915, decía que no debe molestar ni entristecer a los españoles el hecho de ver que «cada uno de sus yos aspira a la hegemonía»[34]. Y exclamaba, al año siguiente: «¡Y ay de nosotros, los españoles, el día en que uno de esos bandos desapareciese y el otro, falto de contradicción, se despeñase en su concepción del progreso o en la tradición! Por lo que a mi hace falta sé decir que mientras yo viva no faltará guerra civil en un rinconcito…de la España espiritual…en mi conciencia.»
A finales de agosto de 1914, Unamuno se ve privado de su cargo de Rector de la Universidad de Salamanca del que se había valido como caja de resonancia a nivel nacional[35]. Lo había nombrado en este puesto, en octubre de 1900, a los treinta y seis años, Antonio García Alix, que inauguraba la cartera de Instrucción Pública recién creada. Al perder este instrumento y parte de sus ingresos, Unamuno considera su destitución, durante el gabinete Romanones, por el ministro Francisco Bergamín, algo arbitraria. “Es un golpe de efecto contra los intelectuales”, le escribirá a Ortega[36]. (Había dicho algo parecido en 1896, en una carta a Cánovas, para explicar la condena de Corominas a raíz del proceso de Montjuich). Era una manera de pagar su independencia espiritual. Cuando es muy probable que se le reprochara el haberse negado a presentar su candidatura con el partido liberal al puesto de senador representante del claustro universitario de Salamanca. Evocará más tarde aquella etapa de su vida como una de las más ajetreadas:
“Estalló la gran guerra en agosto de 1914 y poco después comenzó mi guerra también. A fines del mismo agosto empecé a ser perseguido por el más alto poder público de mi patria. ¿Mi pecado ? No lo sé. Acaso andar erguido, sobre dos pies, y no salirme del sendero de mi trabajo, de mi oficio público, para buscar coyunturas de oficiosos y excusados saludos[37].”
El escritor no soporta que los militares quieran inmiscuirse en la política. Y todavía menos que las élites militares quieran rivalizar con las élites intelectuales pretendiendo ostentar el monopolio del patriotismo y del discurso social o procurando imponer su peculiar visión de la cosa pública. No deja de denunciar el “pretorianismo” de las Juntas de Defensa militares (aparecidas en la primavera de 1916) en numerosos artículos de El Liberal a principios de los años veinte. Este patriotismo que llama “testicular” contradice la idea de España que tiene el filósofo quien no vacila en reivindicar, frente a una paz impuesta por la mordaza, el debate que traduce las querellas nacionales.
A partir de este momento Unamuno vuelve a evocar regularmente la necesidad de una guerra civil (el debate social de los paisanos) que opone a la guerra incivil (la de los militares) y por supuesto a la anestesia nacional. Pero esta desafortunada expresión de “guerra civil” molesta a los españoles que no son filólogos, es decir a muchos. Unamuno hace entonces llamamientos a la inteligencia española: “la inteligencia debe estar al servicio de la verdad”, proclama, el 3 de octubre de 1923[38], mientras Manuel Ciges Aparicio y Manuel Pedroso orquestan una campaña desde las columnas de la revista España y de El Liberal para que Unamuno se ponga a la cabeza de la protesta de los intelectuales disconformes con el régimen dictatorial.
Durante la República, en 1933, Unamuno, que está a sus anchas en el debate público, se complace todavía en el comentario de esta alegre imagen literaria. Incluso va todavía más lejos en la formulación provocadora: «Desde que tengo uso de razón civil, que me apuntó en medio de una fratricida guerra civil –toda guerra es civil y arranque de civilización.»
Sin embargo, su concepción de la guerra civil está cambiando, ya en 1933, empezaba a aludir con enojo al Antiguo Testamento, evocando, a la manera del Machado que descubrió la pobreza mental de la meseta castellana y el cainismo rural:«el pozo turbio de nuestras entrañas espirituales colectivas; el légamo de nuestra Historia, la herencia de nuestro Caín cavernario… Guerra civil que es el estado normal.» Está claro que no pretende hacer ninguna apología de la guerra. Al contrario esta guerra civil, o debate ideológico, le parece necesaria para impedir la otra, la guerra “incivil”, llevada a cabo por los militares. «Se quiere evitar cierta guerra civil –claro, no una guerra civil cruenta a tiros y palos, no.» En mayo de 1936, lamentaba «Aquí, en España, se exacerba el culto a la matanza –sin otra ideología».
Y el 21 de enero de 1936, poco antes de las elecciones que darían la victoria al Frente Popular, Unamuno había firmado el manifiesto contra una posible guerra civil que le había mandado el abogado Ossorio y Gallardo[39].

¿TRES ESPAÑAS?
Cuando se niega a aceptar la amnistía que le otorga Primo de Rivera a finales del verano de 1924 porque no reconoce culpabilidad alguna (y no está seguro de poder volver a ejercer su labor crítica) y cuando elige deliberadamente, después de la deportación impuesta, el camino del exilio, siendo al mismo tiempo destituido de sus cargos de Vicerrector de la Universidad de Salamanca y Decano de su Facultad de Filosofía y Letras y suspendido de empleo y sueldo como catedrático, Unamuno quiere transformar la sanción gubernativa en reto personal (como Rodrigo de Vivar o Víctor Hugo). Cuida de escenografiar lo que llamará la « proscripción »[40], y de vivirla hasta el final, es decir mientras Primo de Rivera permanezca en el Poder[41].

DE LA PERSECUCIÓN A LA DISIDENCIA
Unamuno no deja entonces de repartir injurias al monarca, vituperios o elegías, saludos o adioses a la nación (“mi España de ensueño”[42]). Insulta la bandera (“ese roto harapo gualda y rojo/bilis y sangre- que enjuga la espada”) o se deja llevar ya por la contemplación del paisaje y de los elementos. No le desagrada verse proscrito ni valerse, lo mismo que Víctor Hugo, de reminiscencias bíblicas para influir como profeta auto-proclamado sobre el porvenir de su país. Pero era arriesgado para uno creer que estaba encarnando a Moisés, cuando el pueblo, al que se había advertido de los peligros del pretorianismo, y en nombre del que se pretendía «haber llevado en el exilio el depósito sagrado del progreso», según decía Hugo, no compartía la impresión de que «el continente estaba lleno de cadalsos y de cadáveres»[43].
El escritor quiso personificar la tragedia de su país, víctima de la Dictadura y de las fechorías de Primo de Rivera a quien llama «cerdo epiléptico»[44], lo que no le impide exclamar: «¡Qué triste oficio este de desterrado! »[45] ni seguir jugando con la etimología hasta temer lo peor :«¿Tendré en el destierro entierro?» y sigue contemplando, como en los primeros días del exilio, la posibilidad de no volver a pisar el suelo español.
El 12 de abril de 1931, se complace Unamuno en celebrar el triunfo de la razón colectiva −que naturalmente está dispuesto a encarnar− sobre la razón de Estado y la arbitrariedad. Dispuesto a asumir un papel mesiánico (llegó a compararse desde el exilio a Moisés), gusta de recordar sus últimas palabras al partir el tren: “«Yo volveré a traeros la libertad».
Si al volver del exilio, gusta de presentarse como el padre de la patria, le decepciona rápidamente el cariz que toma el nuevo régimen. Después de haberse imaginado quizá Presidente de la República, y no haber dudado en afirmar que había preparado, a lo largo de su destierro, la ideología revolucionaria que había triunfado en abril de 1931, Unamuno, decepcionado por el nuevo régimen, cansado por el debate político, pronto desbordado por los acontecimientos, afirma su convicción de ser “republicano de otra república”, sugiriendo con acentos bíblicos que quizá pertenezca también a otra época:
«¿No entramos ya en un nuevo mundo y en una nueva era? Y que esos Josués pasen con sus arcas el Jordán, que es un Rubicón, y tras el cual les aguarda la inevitable guerra civil inacabable, la que otros llaman revolución, la revolución permanente del profeta israelita Trotzki, el avance sin muga. Yo, amigo, vengo del siglo XIX liberal y aburguesado: los sueños de mi niñez se brizaron al fragor de aquellas modestas guerras civiles de 1874, cuando el cursi himno de Riego espoleaba corazones. Pase amigo, pase el Jordán-Rubicón y entre en la nueva España, en la España federal y revolucionaria. Yo me quedaré en Gredos, pues empiezan a caérseme las manos y los pies. Cada vez sueño más con hierba fresca y verde, para descansar sobre ella o debajo de ella, al sol del cielo o a la sombra de la tierra» [46] .
Pero este autorretrato dista mucho de ser un testamento político. En sus famosas conferencias en el Ateneo sobre “El pensamiento político en la España de hoy”, en noviembre de 1932, Unamuno ataca toda la política del Gobierno Azaña, tanto el aspecto agrario, como el regionalista o el religioso. A partir de este momento, es objeto de duras críticas en la prensa adicta al Gobierno que le acusa de hacer el juego de la derecha[47]. Asumiendo esta fama de político inconsecuente e irresponsable, se define, en noviembre de 1933, no ya como un guía desfallecido sino como un libertador, deseoso de liberar al pueblo español de esta República que se le antoja dogmática. Y lo hace mediante la profesión de fe de un provocador político, desconfiando tanto de los tratadistas que tienen la ambición de definir un régimen como de los que llama “los agitadores-revolvedores-mitingueros”. «Hay que indefinir –concluye-. Tenemos que librarnos –y libertarnos—de facciosos de derecha, de izquierda y de centro, de inventores de dogmas, de falsificadores de la Historia, de inquisidores y de definidores»[48], manifestando conjuntamente su amargo deseo de retraimiento tumultuoso y su rechazo reiterado de la nueva Constitución.
Al “aldabonazo” de Ortega que se había convertido en deseo de “rectificar” a la República, a la doble desaprobación del filósofo −“No es esto, no es esto”− de septiembre de 1931, hacía eco la cuádruple negación de Unamuno de septiembre de 1933 para exigir “la revisión de una Constitución que acaba con ella la República o ella acaba con la República[49].”y luego el viraje de Azorín en noviembre del mismo año, pasando de la apología a la oposición[50]. A partir de este momento, Unamuno califica al Poder de “gobierno sediciente revolucionario”, y adopta una actitud provocadora.
Cuando, este mismo mes, la derecha parlamentaria y los radicales de Lerroux ganan las elecciones en el Tribunal de Garantías Constitucionales, Unamuno, como tantos otros, ve en este resultado una moción popular contra el Gobierno, y confiesa que tuvo un reflejo de viejo liberal votando contra la candidatura “ministerial” y que aprovechó la oportunidad para votar no contra la República sino contra la Revolución, otorgando su sufragio a los agrarios, es decir a los monarquistas. Pensaba expresar de esta manera su ideal unitario frente a la renuncia oficial a la tradición católica nacional, frente a los regionalismos y a las reivindicaciones proletarias que interpretaba también como señales de la lucha de clases capaces de quebrar la unidad nacional. Pero si Unamuno y Ortega pretenden someter las vicisitudes del compromiso a la nitidez de una política de la inteligencia y de la voluntad, otros, como Azaña y De los Ríos, asumen los actos del Poder, sabiendo que el político tiene que hacerse responsable —lo mismo que el médico, según decía Marañón—de procesos de cuyo origen no tiene la culpa.
Mientras Ortega reivindica su concepción del Estado, Unamuno afirma que «no se puede sacrificar España a la República» (palabra que no tolera ver escrita con mayúscula). Adopta una actitud hostil e irónica frente a la Constitución, calificándola de «Constitución de papel o de bolsillo[51]» y oponiéndole unos fundamentos superiores: la Constitución nacional de España, que es su historia espiritual «desde que España es España [52]», cuando el historiador Claudio Sánchez Albornoz, miembro del grupo Acción Republicana de Manuel Azaña, se vale de la misma tradición en un sentido favorable al texto para reivindicar una tradición histórica de cuatro siglos[53]. Este distanciamiento histórico le permite luego a Unamuno relativizar la importancia del 14 de abril. El Rector aprovecha la renuncia a la tradición nacional católica del nuevo régimen para proclamar su discrepancia y denunciar la religión republicana que está surgiendo y «empieza a surtir con sus dogmas, sus mitos y sus ritos, su culto, su liturgia y sus supersticiones -sobre todo- y hasta con sus supercherías»[54].
Mientras Azaña creía que esta constitución posibilitaba cualquier transformación futura, los intelectuales más críticos, que fueron también sus redactores, veían en ella un texto sedicioso (Unamuno), una insuperable limitación (Ortega), o un engaño para los trabajadores (Araquistáin). El carácter sagrado del texto, adoptado el 9 de diciembre de 1931, irrita a algunos intelectuales. La mística de la República a la que han contribuido desemboca sobre una tautología que no admite crítica alguna[55]. Se sienten víctimas de sí mismos. Unamuno se siente desanimado por el tono apasionado que está cobrando la vida pública, el recurso a la violencia que preconizan ciertos partidos, la confusión que, a su parecer, imposibilita el debate público («Algunos preguntaban qué era lo que había que gritar» [56]). Ensimismándose, piensa con alivio en quien oye las arengas por la radio, lejos de la presión de las masas, y tiene la facultad de bajar el sonido del receptor, para conseguir que se le hable en voz baja[57]. La vuelta a este intimismo corre pareja con una apología del individualismo. Pero Unamuno no calla, critica pormenorizadamente la política de Azaña, buscando la aprobación de Marañón y de Ortega[58] . Piensa que su papel es luchar contra el Poder, liberar a la República de los fanáticos. Tal es el sentido de su voto a favor de los agrarios en 1933 y de su alabanza del libro de Spencer, El individuo contra el Estado[59]. Teme que la nación esté desagregándose. Su preocupación ya no es hacer el Estado sino defender al individuo de las garras de éste. Una advertencia de Unamuno ilustra compulsivamente esta dolorosa perplejidad: “[…] ésta mi España — la mía, mía, mía — no sé si está deshaciéndose o rehaciéndose.”[60] Y en la primavera de 1936, desde las columnas de Ahora, empezaba a reflexionar en torno al «pavoroso problema de la relación entre la conciencia colectiva y la individual»[61].
Desde 1932, la República sufre un cambio de orientación decisivo, en cuanto se suma a la movilización de las izquierdas la de las derechas. Los intelectuales se dan cuenta de la fragilidad y de la imperfección de la obra de la República en un momento en que en España, como en otros países europeos, una nueva derecha organizada militarmente se prepara a la acción. Los más prestigiosos de ellos, Unamuno y Ortega, se han apartado de ella, aunque no han renunciado a la presidencia de los organismos oficiales que les fue otorgada. Unamuno preside el Consejo Superior de Instrucción Pública y Ortega, hasta febrero de 1932, la Comisión de Estado.
Es también cuando los intelectuales más famosos se sienten íntimamente molestos y parecen política y socialmente inconsecuentes porque producen un discurso ambiguo sin renunciar a presidir ciertos organismos oficiales[62]. Unamuno ha renegado de la República[63]. Ortega no se contenta ya, como en 1931, con dar un doble “aldabonazo”[64] . Después de haber pedido una “rectificación” de la República, hace un último esfuerzo para dotarse de un partido político estructurado, y disuelve la Agrupación al Servicio de la República. Ambos escritores critican la actuación del gobierno Azaña, aunque pretenden haber renunciado a la vida política, porque tuvieron la impresión de clamar en el desierto.
Ortega es reticente frente a la política regional y aboga por una descentralización. Pero Azaña apunta en su diario que el filósofo vino a felicitarle después de su discurso sobre el Estatuto de Cataluña. Unamuno se opone en las Cortes a la concesión de las autonomías regionales[65], pero acaba votando el Estatuto de Cataluña, y arremete contra todos los aspectos de la política de Azaña desde las columnas de Ahora o de El Sol.
El comentario de la insurrección de Asturias sirve de justificación a la derecha para anunciar su propia revolución: “la buena, la santa, la definitiva”, según la expresión de Honorio Maura en ABC, el 20 de octubre de 1934, quien anunciaba ya el principio de la Guerra civil bajo la forma de una inevitable cruzada nacionalista:
«Ha empezado la revolución. Y hay que continuarla y llegar hasta el fin. Hay que barrer todo lo que sea anti-patria, extranjerismo, doctrina exótica […] Nosotros somos nosotros […]. De cruces y de espadas está hecho nuestro pasado, y en la cruz y las espadas tiene que cimentarse nuestro porvenir. Es nuestro destino español.»[66]
Ahora la ontología se reducía para la derecha en el particularismo de una tautología; mientras que para la izquierda iba diluyéndose en la acción: “la revolución había empezado”, señala también Araquistáin, en enero de 1935.[67]
José Antonio Primo de Rivera fue el único a la derecha en intentar entender la dimensión utópica, lo que llama « el fervor místico » del movimiento revolucionario y en no insultar a los mineros asturianos[68]. Así fue cómo el discurso de la prensa de derechas hizo de la insurrección de octubre de 1934 una revolución o una guerra civil, como apuntaba Araquistáin en octubre de 1934, y se percibió luego como el “prólogo de la de 1936”, según Azaña. Cualquier coexistencia parecía imposible ente ambos campos cuyos discursos se excluían mutuamente y que usaban un vocabulario radical que aludía a la limpieza y a la eliminación recíproca.
Estas reacciones que no son siempre simultáneas: radicalización de unos, distanciamiento de otros, se producen como una estrategia defensiva a nivel individual o colectivo tras el debate que suscitaron, dentro y fuera del PSOE, los viajes de algunos militantes a la URSS y lo que se considera ahora como el fracaso de la experiencia reformadora en España. A partir de esta polarización político-cultural en torno a la revolución y a la contrarrevolución se tuvo la impresión de vivir una crisis generalizada de los valores. La República amenazada o amenazadora ya no era aquella escuela de civismo que describiera Manuel Azaña. Si, en 1931, el eslogan de Marañón fue “Ni Monarquía ni anarquía”. En 1934, el de Madariaga será “Anarquía o jerarquía”. Paradójicamente, se tiene la impresión de que no ha pasado nada, de que la República no fue más que un interludio desordenado y que era tiempo de rectificar, de restaurar la autoridad del Poder mientras la mayoría de los intelectuales estaban buscando terceras vías. Y José Antonio volvía a comprobar, maniqueo: “Hoy están frente a frente dos concepciones totales del mundo.”[69]
Unamuno se refugia en la irracionalidad. Habla de ahora en adelante, como lo hiciera en 1911, de “revolución deportiva”, de vuelta al canibalismo, y condena indiscriminadamente a ambos bandos, a los que acusa de haber generado aquella violenta polarización de la lucha política: «comunismo libertario o fajismo, lo mismo da». Unamuno, a quien acaban de tributar un homenaje nacional con motivo de su jubilación en 1934, dirige un llamamiento desesperado, el 30 de septiembre de 1934, a los estudiantes para que salven a España de la «disolución nacional, civil y social», muy distinto por cierto de aquella carta abierta que les mandara unos años antes fechada «el domingo de Pasión de 1929». Y ve en la actualidad revolucionaria la confirmación de sus tesis sobre el desgarro de la patria, mientras unos analizan la curiosa situación de esta República sin republicanos y otros comprueban que los enemigos de la República son dueños de ella[70].
La izquierda interpreta la victoria del Frente Popular como una condena de la represión de octubre de 1934; lo mismo que la derecha explicará el 18 de julio como una respuesta al Frente Popular sugiriendo, por consiguiente, que según lo afirmó más tarde Madariaga “con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”[71]. Pero la mayoría de los intelectuales que se juntan para denunciar, en un manifiesto famoso la represión del movimiento de octubre no pretenden ir más allá. Lo que está claro es que nadie tiene conciencia de participar en unas elecciones legislativas clásicas dentro de un régimen constitucional aceptado por todos. Se teme que la extrema derecha y la extrema izquierda no acepten los resultados de elecciones que les sean contrarios. En esta coyuntura, en la que cada campo se dispone a romper las urnas y está convencido de que una nueva etapa está preparándose y de que esta República se ha quedado sin republicanos, Largo Caballero afirma que si ganaban las derechas, él “procedería a declarar la guerra civil”. Gil Robles también evocaba esta posibilidad.
Hasta Antonio Machado reconoce que el mundo capitalista está en plena descomposición y se pronuncia por vez primera sobre la realidad del proletariado, cuando hasta la fecha cuidaba siempre de referirse al pueblo, y reflexiona sobre la dictadura de éste. Pero Unamuno se conforma quizá con el recuerdo de un militantismo juvenil y echa mano de una pirueta etimológica afirmando en un interviú olvidado, el 18 de febrero de 1936, un día después de la victoria del Frente Popular: “En cuanto a la dictadura del proletariado, me parece absurdo, porque no tienen nada que dictar y no saben qué es marxismo.”[72]
Las críticas de Unamuno y de Ortega al régimen republicano, así como las denegaciones de Azorín, marcan el principio de una disidencia que se confundirá más tarde con una adhesión al régimen del general Franco de parte de aquella “tercera España” que se alejaba ya de la República pero proclamaba su incompatibilidad con ambos campos, porque tampoco aceptó inicialmente el comportamiento de los militares rebeldes.
Los intelectuales que pidieron que la República cambiara de rumbo, y los que contemplaron la posibilidad de romper con el orden constitucional, amplificaron sus divisiones con el triunfo del Frente Popular. La salida para el exilio de los partidarios de la “Tercera España”, ora considerados como chivos expiatorios, ora como traidores, sugiere a algunos, como Azorín o luego Madariaga, que podrían asignarse un último papel negociando una amnistía para los intelectuales. Pero el nuevo régimen no se contentó con vencer, estuvo empeñado en la destrucción de la Anti-España encarnada por el rojo y el intelectual liberal.
El exilio de estos intelectuales empieza pues desde 1936. En este contexto Unamuno representa un caso particular pues el suyo es un “exilio interior” cuya oportunidad había contemplado varias veces desde los años veinte como ilustración suprema de la discrepancia. Este proceso mental, que traduce el desencuentro del escritor con el Poder (con el régimen de la Restauración, con la Dictadura de Primo de Rivera y luego con la República) viene de lejos.
De hecho, Unamuno está convencido de encarnar la verdadera España, de ser la conciencia nacional. Y desde la aceptación de la medalla que le impuso el Rey, explicando de sí mismo que se la merecía, hasta el momento en que la República le nombra ciudadano de honor en 1935, o la alocución hostil a Millán Astray y a los militares sublevados (a quienes, por otra parte, como presidente de la comisión de depuración, representaba oficialmente) que improvisa, el 12 de octubre de 1936 en Salamanca, no pierde ninguna ocasión para reafirmar con insolencia esta convicción.
Se trata de algo más que patriotismo, es una verdadera identificación que le lleva a defender la unidad nacional y la lengua castellana. Esta misión que se asigna, concebida como una “lucha civil”, le lleva, después de haber aceptado la tesis europeísta, al reaccionar contra el casticismo, a expresar sus reticencias frente a la europeización, presentada por Costa y luego por Ortega, como una panacea (si bien el inicio de la Primera Guerra mundial le incita a elegir el campo de las democracias y a reanudar con una francofilia razonada).
Entre el deseo de preservar su libertad, para no verse acusados de servilidad para con el nuevo poder, y la necesidad de no dar argumentos a los enemigos de la República, no todos los intelectuales quisieron elegir. Muchos se inhibieron, dejaron de reivindicar el historicismo y el deber de describir un mundo cartesiano. Azaña pregunta, cuando es patente que estos intelectuales ya no son de la República ni reivindican ningún magisterio que no pueda ejercerse en una universidad extranjera: «¿dónde están?[73] ¿Quién les ha invitado al viaje?» e ironiza sobre la firmeza de su fe republicana: «Republicanos para ser ministros y embajadores en tiempos de paz. Republicanos para emigrar en tiempos de guerra»[74].

DEL EXILIO INTERIOR A LA “DESCORTESÍA RENCOROSA”[75]
Desde julio de 1936, los que habían renunciado a elegir un campo, disponían de medios financieros o ejercían un oficio que les permitía vivir en el extranjero, tomaron el camino del exilio[76]. Moralmente Unamuno se une a ellos, después de haber aprobado brevemente el sublevamiento, aunque reconoce que su postura dentro del país es inaguantable: «Los motejados de intelectuales les estorban tanto a los hunos como a los hotros (sic). Si no les fusilan los fascistas les fusilarán los marxistas. A quién se le ocurre ponerse de espectador entre dos bandos contendientes sin tomar partido ni por uno ni por otro ?»[77]
«Cuando nos metimos unos cuantos — yo el primero — a combatir la dictadura primero-riberana y la monarquía, lo que trajo la república no era lo que fue después la que soñábamos; no era la del desdichado frente popular y la sumisión al más desatinado marxismo y al más necio pseudo-laicismo.
¡Aquellos imbéciles de radicales socialistas ! — pero la reacción que se prepara, la dictadura que se avecina, presiento que pese a las buenas intenciones de algunos caudillos, va a ser algo tan malo ; acaso peor. Desde luego, como en Italia, la muerte de la libertad de conciencia, del libre examen, de la dignidad del hombre. Hay que leer las sandeces de los que descuentan el triunfo.»[78]
Esta actitud de Unamuno no deja de suscitar comentarios[79] por lo tortuoso que parece el camino que conduce a su cólera del 12 de octubre. Frente al desencadenamiento de la violencia, Unamuno confió en los militares que pretendían salvar a la República. En efecto, tanto Queipo de Llano, en Sevilla, como Cabanellas, en Zaragoza, terminaban su proclama por una referencia a la República. De tal manera que el antimilitarista Unamuno creyó cándidamente que estos militares republicanos iban a poner orden en el régimen.
El mismo Franco invocaba el 18 de julio « la Fraternidad, la Libertad y la Igualdad ». En Salamanca, el comandante militar, Manuel García Álvarez, había terminado su proclama, el 19 con un “¡Viva la República!”. Y Yagüe acababa su arenga después de la toma de Badajoz, el 14 de agosto, invitando a los legionarios: “Gritad conmigo: ¡Viva España! ¡Viva la República! ¡Viva el Ejército! ”[80]. El viejo catedrático que se sentó, solo, en el velador del Café Novelty en la Plaza Mayor de Salamanca para mostrar que no había pasado nada, ignorando quizá que habían matado a un hombre joven en el Campo de San Francisco, cerca de su casa, intentó convencerse de que aquello era una mera operación de limpieza para devolver la seguridad en la República. Y cuando después de haber cedido a este impulso exhibicionista, le ofrecieron formar parte del nuevo Ayuntamiento que sustituiría el de la República, aceptó. Pero todos los servicios municipales estaban bajo el mando del comandante Francisco del Valle Marín y los representantes de la izquierda del antiguo consistorio republicano estaban encarcelados. ¿Quién podía creer que allí estaba defendiendo los valores de la civilización cristiana, o que confiaba en los militares para ello?
En el verano de 1936, Unamuno cree, en un momento, que la solución a la violencia callejera puede pasar por la intervención militar, antes de cambiar de parecer y de reivindicar la soledad eterna del viejo liberal. De una guerra civil (la segunda guerra carlista de 1874) a otra, Miguel de Unamuno también estuvo en guerra consigo mismo, según lo sugirió su amigo Jean Cassou en 1926[81] o Antonio Machado al enterarse de la muerte de quien consideraba su maestro[82].

UN SOLITARIO
Sin embargo, los acontecimientos siguientes le abren los ojos al escritor quien presidía a la sazón la Comisión de purificación del funcionariado. ¿Creyó que con su influencia ofrecería un contrapunto liberal al movimiento militar? Como Rector, representaba al general Franco, jefe del Estado de Burgos, en las ceremonias oficiales. En su nombre abrió la ceremonia del 12 de octubre de 1936. Fue entonces cuando entendió que el grito de la legión que dio Millán Astray, “¡Viva la muerte!”, se parecía demasiado al de los militares que amenazaban a los intelectuales a la salida Ateneo: «¡Muera la inteligencia! ¡Mueran los intelectuales!»
Unamuno se arrepiente tardíamente: «Qué cándido y qué ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco, sin contar con los otros y fiando- como sigo estándolo- en este supuesto caudillo, que no consigue civilizar y humanizar a sus colaboradores. […] Esta es una campaña contra el liberalismo no contra el bolchevismo», le escribía a Quintín de la Torre, evocando las persecuciones de las que era objeto José Mª Gil Robles[83], después de haberle confesado en una carta anterior que estaba preso en Salamanca. «La cosa es que no me vaya de Salamanca, donde se me retiene como rehén no sé de qué ni para qué»[84].
La entrevista que concedió, a mediados de agosto, al corresponsal de la agencia International News, Knickerbocker, sabiendo que sus propósitos serían ampliamente difundidos; las cartas que mandó, el 13 de diciembre de 1936, al escultor Quintín de la Torre, sin ignorar que las interceptaría la censura, prueban que gustaba de desafiar a las autoridades “nacionales”: «Cuando todo pase, estoy seguro de que yo, como siempre, me enfrentaré con los vencedores», confesaba al primero[85]. Unamuno explica también, a su corresponsal su reciente actitud:
«[…] aunque me adherí al movimiento militar no renuncié a mi deber — no ya derecho — de libre crítica y después de haber sido restituido — y con elogio — a mi rectorado por el gobierno de Burgos, rectorado del que me destituyó el de Madrid, en una fiesta universitaria que presidí con la representación del general Franco, dije toda la verdad, que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, que no se oyen si no voces de odio y ninguna de compasión. Hubiera usted oído aullar a esos dementes de falangistas azuzados por ese grotesco y loco histrión que es Millán Astray. Resolución; que se me destituyó del rectorado y se me tiene en rehén.»
La desesperación de Unamuno es grande porque no ve salida alguna a esta situación que presenta como una lenta degradación de la vida política. Ya no hay lugar para el debate social. Unamuno ve cómo cada campo, presa de aquella enfermedad mental que diagnosticaba en 1911, está vociferando: «Aquí está este retrato del que habla en un mitin, ante un micrófono, con la boca en o y el brazo en alto»[86] .
«En este estado y con lo que sufro al ver este suicidio moral de España, esta locura colectiva, esta epidemia frenopática — con su triste base, en gran parte, de cierta enfermedad corporal — figúrese como estaré ! Entre los unos y los otros —o mejor los hunos y los hotros— están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y entonteciendo a España. Sí, sí, son horribles las cosas que se cuentan de las hordas llamadas rojas, pero ¿y la reacción a ellas? Sobre todo en Andalucía. Usted se halla, al fin y al cabo, en el frente, pero, y en la retaguardia? Es un estúpido régimen de terror. Aquí mismo se fusila sin formación de proceso y sin justificación alguna. A alguno porque dicen que es masón, que yo no sé qué es esto ni lo saben los bestias que fusilan por ello. Y es que nada hay peor que el maridaje de la dementalidad (sic) de cuartel con la de sacristía. Y luego la lepra espiritual de España, el resentimiento, la envidia, el odio a la inteligencia.»
Pero la salida del viejo catedrático, abandonando ruidosamente el campo nacionalista, no significa que haya decidido volver al redil republicano. Unamuno confía, el 20 de octubre, al escritor griego, Nicos Kazantzakis[87], que a su parecer los españoles están desesperados, puntualizando: «El desesperado es el que ha perdido toda esperanza, el que ya no cree en nada y que, privado de la fe, es presa de la rabia», y se despide de él afirmando que el intelectual tiene el deber de ocultar la verdad al pueblo[88] — como lo hacía su héroe Manuel Bueno, aquel cura que había perdido la fe.
El viraje socialista de 1934 ha alejado a los intelectuales de la izquierda, aunque algunos, y entre ellos Unamuno, se juntaron momentáneamente para denunciar la represión de la insurrección asturiana de octubre de 1934 adhiriéndose al “Manifiesto de protesta contra la sentencia impuesta a los asesinos del periodista Luis de Sirval”. Había vuelto el tiempo de los manifiestos. El 11 de junio de 1933, Unamuno, Jiménez de Asúa, Marañón y el jurista Recasens Siches llaman a la formación de un “Comité de intelectuales conscientes para ayudar a las víctimas del terror nazi”. El 14 de julio del mismo año, con motivo de la visita de Henri Barbusse en el Ateneo de Madrid, se crea el Comité de Ayuda Antifascista presidido por Jiménez de Asúa. Desde el mes de abril de 1934 la actualidad internacional reúne de nuevo sus firmas al pie de manifiestos contra el nazismo, contra la intervención italiana en Abisinia en 1935, contra el régimen de Oliveira Salazar en Portugal en 1936. Marañón firma también el manifiesto de la Asociación de los Amigos de Rusia o el de los Enemigos de Hitler. Antonio Machado, los manifiestos de solidaridad con los pueblos oprimidos. Unamuno es el primer firmante, en abril de 1934, del Manifiesto contra el terror nazi. Si la sinceridad de tales adhesiones es cuestionada por la prensa “nacional”, lo es también por algunos órganos socialistas, tales como Claridad, el diario de Largo Caballero, que apunta:
“El fascismo triunfante hubiera publicado un manifiesto con las mismas firmas. Proporciona esta seguridad el conocimiento de la condición moral de tipos como Unamuno, Azorín, Baroja, Madariaga etc. cada uno lleva un traidor dentro. O una complacencia de meretriz, a elegir.”[89]

“NO HAY ANTI-ESPAÑA”
« Unamuno es, como de sí mismo decía Campoamor, un fugitivo de todos los ejércitos», explicó Ortega[90]. A lo que contesta Unamuno explicando que siempre procuró no alistarse en ninguno. «Me he jactado ser orejano, que es como suele llamarse al becerro que no lleva marca o hierro de ganadería»[91]. Este distanciamiento institucional no significa que Unamuno fuera incapaz de comprometerse cuando le pareció necesario: contra la neutralidad de su país durante la primera Guerra mundial o contra la Dictadura de Primo de Rivera, por citar dos momentos en que pareció encabezar el movimiento de protesta de la sociedad civil o de los intelectuales.
La vida pública de Unamuno es una larga lucha personal contra el Poder, cualquiera que sea, es decir contra la autoridad pública. Desde este punto de vista, alcanzó su fin. Es en la predicación cívica y en el conflicto ideológico donde se encuentra a sus anchas, porque prefiere la polémica y el enfrentamiento al marasmo.
“La guerra europea se ha traducido —¡y alabado sea Dios por ello ! — aquí en España, en una guerra civil, o más bien en un despertamiento de nuestra guerra civil, que parecía estar durmiéndose, por desgracia”,
apunta en España en 1915[92].
Otros autores ven entonces en la introspección, que engendran el retraso y el alejamiento internacional de España, una incitación a las luchas fratricidas. La España de la neutralidad llegó a ser para ellos una nación estéril, enferma.
En este contexto, bajo la pluma de Unamuno, “guerra civil” vuelve a ser lo contrario de “guerra incivil” o guerra de los militares. En un país que no hizo, a su parecer, su unidad desde las guerras carlistas, designa así al debate público, la lucha de los paisanos por la cultura y la civilización que opone a la barbarie de los militares. En 1936, frente al aumento de la tensión social, luego, después del sublevamiento franquista, su formulación se hará más sutil para suscitar el entusiasmo. Pero lo desaprobarán ambos campos. Unamuno no ignora lo paradójico de su actitud: «Yo mismo me admiro de estar de acuerdo con los militares. Antes yo decía: primero un canónigo que un teniente coronel. No lo repetiré. El Ejército es la única cosa fundamental con que puede contar España», afirma, el 22 de agosto de 1936, al corresponsal de Le Matin. También explica que el Gobierno carece de autoridad y no controla ya las bandas armadas que siembran el terror. Para los republicanos la traición es patente: el antimilitarista Unamuno está del lado de los militares[93]. ¿Se hubiera portado de la misma manera si hubiera vivido en la zona republicana? La redacción de la revista Política lo sugiere:
“Si algo consistente y enhiesto había en la contradictoria acción política de Unamuno, eran sus catilinarias contra todo lo que es y representa la sublevación del pretorianismo analfabeto: los legionarios cortacabezas, “la cruzada a cristazos”, “los héroes jubilados”. Con palabras de este renegado casi póstumo, podrían componerse la más certera antología imprecatoria de cuanto ahora enaltece. Si la sedición le coge en Madrid, hubiera reeditado sus tonos jeremíacos contra la bestia apocalíptica del militarismo, contra el “fajo” y “las dictaduras de casta, de clase o de familia” y sus apelaciones a la “conciencia civil”. Pero el criminal pronunciamiento ha sorprendido a Unamuno en Salamanca, rodeado de espuelas y charrascos. ¡Magnífica ocasión para un glorioso martirio ! El Don Miguel de los panfletos anticlericales, cruzándose de brazos ante los generales brutales y lanzándoles, con la cabeza erguida, el ceño prieto y la boca amarga, un apóstrofe hiriente… Este gesto esperarán de él los que no conocen el secreto de Unamuno[94].”
Unos días después, José Bergamín, en un acto de la Alianza de Intelectuales Antifascistas celebrado en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, anunció conjuntamente la muerte de García Lorca y el fusilamiento de Unamuno[95], con un derroche de detalles bárbaros que demuestra que la actitud del Rector irritaba a mucha gente y que tal noticia no sorprendió a la redacción del diario ABC.
Unamuno permaneció callado cuando el asesinato de su colega y amigo, el catedrático de Anatomía, Casto Prieto Carrasco, alcalde republicano de Salamanca o de Andrés y Manso y cuando la detención, el 10 de agosto, de Filiberto Villalobos, exMinistro de Instrucción Pública en el gabinete Samper, o la del periodista José Sánchez Gómez. Pero el 12 de octubre de 1936, lleva en el bolsillo una carta de la mujer de su amigo el pastor protestante Atilano Coco, por la que se entera que éste ha sido detenido por masón y temen por su vida. En el mismo sobre redacta apresuradamente el guión de un posible discurso que le servirá para clausurar la ceremonia que le toca presidir en el paraninfo de la Universidad como representante del Jefe del Estado de Burgos, el general Franco[96], y llega a ser una condena de la actitud de los militares sublevados. Por unanimidad el consejo municipal estableció que Miguel de Unamuno, por "su descortesía rencorosa" en el acto académico de la Fiesta de la Raza había incurrido «en un caso de incompatibilidad moral corporativa, de vanidad delirante y antipatriota actuación ciudadana»[97].
Unamuno no vuelve a salir de casa y empieza a redactar este borrador titulado El resentimiento trágico de la vida. Pero el que abandone estrepitosamente el campo “nacionalista” no significa que el viejo catedrático haya decidido volver al campo republicano. Confiesa, el 20 de noviembre de 1936, al escritor griego Nicos Kazantzakis:
“En este momento crítico que atraviesa España era indispensable que yo me pusiese al lado de los militares. Ellos son los únicos que pondrán orden porque tienen el sentido de la disciplina y saben imponerla. No haga caso de lo que se dice de mí. No me he convertido en un hombre de derechas, no he traicionado a la libertad. Pero, de inmediato, es urgente instaurar el orden. Verá cómo, dentro de algún tiempo, no dentro de mucho, seré el primero en reanudar la lucha por la libertad.”[98]
El 22 de octubre, el general Franco firmaba su trigésimo sexto decreto para destituir a Unamuno de su puesto de Rector. El Socialista, del 3 de noviembre anunciaba la noticia con acentos calderonianos, sugiriendo la inconsecuencia y la ligereza del escritor: “El traidor no es menester”[99]. De ahora en adelante Unamuno toma apuntes que titula El resentimiento trágico de la vida[100]. No quiere optar por ningún campo y no ve ningún porvenir a los intelectuales en su país. Destituido por unos y otros, está desesperado, elige una especie de exilio interior. Y se considera rehén de los “nacionales”. Está convencido de que la guerra es un crimen contra el espíritu y que el antiintelectualismo se ha generalizado: «Nos libraron de la salvajería moscovita pero que no nos traigan la estupidez católico-tradicionalista española.»[101], apunta a propósito de las tropas franquistas.
Desde 1934, Unamuno pensaba en la eventualidad de un nuevo exilio: «Al que esto os dice, que ya otra vez tuvo que emigrar de su patria, le estruja el cogollo del corazón el pensar que tenga que volver a hacerlo y… después de haber pasado sus setenta años»[102]. Evoca de nuevo tal posibilidad en agosto de 1936, en un artículo que dedica a Indalecio Prieto: «Así escribía yo hace diecinueve años en aquella Hendaya, a la que no sé si tendré que volver -también yo, amigo Prieto- a barajar en paciencia, a volver a los solitarios. Aunque, ¿qué más solitarios que estos comentarios que barajo aquí ?»[103]. Estos intelectuales confiesan no poder soportar la intolerancia de los defensores de la República. Huyen de la Revolución que ha estallado en la zona republicana y no quieren vivir en la zona nacionalista privada de libertades. El escritor vuelve a ensimismarse, apunta en su último borrador: «La experiencia de esta guerra me pone ante dos problemas, el de comprender, repensar, mi propia obra… y luego comprender, repensar España»[104]. Y añade: «La que los hotros llaman la anti-España, la liberal, es tan España como la que combaten los hunos.»
Tal es la última lección de Unamuno: aquella intuición de que las dos Españas se nutren mutuamente en un momento en que las tropas franquistas pretendían erradicar los gérmenes de la anti-España. Estos tiempos de lucha fratricida no eran favorables a reflexiones de esta índole aunque las hiciera un hombre apasionado[105] cuyo pesimismo absoluto raya en nihilismo:«No son unos españoles contra otros −no hay Anti-España−, sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo»[106]
«Vencerán pero no convencerán; conquistarán, pero no convertirán», le escribe a Quintín de la Torre, el 13 de diciembre de 1936[107], repitiendo en parte las palabras que hubiera pronunciado en el paraninfo de la Universidad el 12 de octubre[108]. Pero el escritor parecía haber alcanzado un punto de no retorno[109]
El ex-Rector luchó contra las derechas españolas, contra el Rey, contra el dictador Primo de Rivera y los militares en general, por y contra la República, por y contra el régimen de Burgos. Criticado, destituido, despechado, condenado a la cárcel, deportado, voluntariamente desterrado; festejado, agasajado, honrado, condecorado, celebrado, vituperado, arrestado en su propia casa, Unamuno fue siempre, en su lucha por la libertad, un provocador y un agitador, un franco-tirador y finalmente un disidente. Y donde mejor se encuentra esta evolución es en la lectura de su obra periodística.
Ahora bien ¿qué quería Unamuno? No quería hacer política, no pretendía convencer como Azaña, ni tranquilizar y agrupar cerebros como Ortega, sino inquietar a los españoles para que decidieran adueñarse de su destino.
El ecléctico Enrique Gómez Carrillo subrayaba el carácter lúdico de la política y suplicaba, en 1922, a Unamuno que dejara de guerrear “contra esto y aquello”, asignándole, como ingente tarea cívica, la traducción directa al español de los clásicos griegos que se leían todavía a partir de una traducción hecha del francés[110]. Insulto supremo. Al contrario, Unamuno siempre creyó que podía ser más útil a su país procurando inquietar a sus conciudadanos. Pero sería un error garrafal buscar un “Unamuno político” y juzgarlo como tal. Difícilmente puede explicarse la situación de Unamuno por la censura, pues en Paris ésta no afecta a lo que publique en Francia. Pero es evidente que estos escritos no pueden explicarse si se prescinde de la situación política española, aunque parezca exagerado tomar al pie de la letra la afirmación posterior del escritor: “.¿Qué han sido y son todos mis escritos, sino Diarios gritados en la plaza pública. ¿Íntimos? Más bien, éxtimos”[111]. Unamuno no se refiere al género literario, más bien recuerda que, lo mismo que no construyó un sistema filosófico, carece de ideario político. No piensa la política ni lo político sino que reacciona públicamente a ciertas situaciones críticas. Permaneció fiel a la explicación íntima que dio a Giner de los Ríos después de su conferencia del 25 de febrero de 1906 en el Teatro de la Zarzuela. Ésta no dejaba lugar a dudas:
“[...] ¿Yo diputado? No voy ni para ministro ni a hacer bufete. Quiero hacer espíritu y no política[112]. [...] Ni entiendo ni siento la acción social como la entienden y la sienten por lo común nuestros hombres públicos, nuestros políticos [...] No soy un político; la vida civil no me es más que un pretexto para obrar sobre otra vida [...] No soy un político y no creo, como nuestro ilustre amigo Costa, en la Gaceta[113].”

“ LA INTELECTUALIDAD ES GASEOSA”
Este desquite es también para Unamuno una manera de reivindicar cierta influencia espiritual, situándose por encima de las circunstancias, lo cual no le impide hacer política criticando los actos del Gobierno pero pretendiendo no estar en la política. Ora actor, ora comentador, sabe mantener el equívoco y decir que la política no es su fuerte. Unamuno sigue oponiéndose a todas las panaceas y fórmulas milagrosas, sean españolas o europeas, monárquicas o republicanas. Y no renuncia nunca a su papel fiscalizador de intelectual. Hasta cuando le toca encarnar el poder legislativo, no deja de emitir un discurso crítico paralelo al del poder. En este sentido fue fiel al papel que se había asignado para participar en lo que llama “los combates de la Historia”, aunque esto le lleva a veces a insistir más en las carencias que en los logros de la política de la IIa República:
“[...] el deber social del intelectual es hacerse oír y hacerse oír del mayor número posible de gente, pero sin esclavizar su sinceridad y su veracidad a disciplinas de gremio o de partido, sin perder su independencia [...] sin perder la gaseosidad esencial a su condición[114].”
Pero Unamuno tampoco ignora lo dificultoso de la vía que ha elegido. Tal es la ambigüedad, en este contexto, del intelectual liberal, que no es siempre el testigo imparcial que pretende ser. A Ortega, que comprueba que en dos décadas los intelectuales españoles pasaron de serlo todo a no ser absolutamente nada[115], Unamuno había contestado de antemano con unas explicaciones psicológicas: “Yo me quedaré en Gredos porque empiezan a caérseme las manos y los pies”. Y Pérez de Ayala advertía en 1927, desde un punto de vista sociológico, cuando entendió que la polarización político-cultural en torno a la revolución y a la contrarrevolución no era más que la expresión de un momento de crisis generalizada de los valores, que dificultaba la exégesis del texto constitucional y que no había permitido superar el malestar crónico del intelectual tradicional. «Vivimos en una época de transición y de fluencia. En rincón alguno de la tierra hallaremos unidad ideológica y sentimental»[116]. Azaña no soportaba tales quejas y seguía exigiéndole coherencia y firmeza al intelectual. «Guardémonos de acreditar la sospecha de que un intelectual es un hombre con quien no puede contarse para nada», comentaba zumbón después de la visita de Unamuno a Palacio, en abril de 1922[117].
Todos planteaban proféticamente, a su manera, la cuestión de la identidad, de la ubicación y del papel del intelectual liberal en la crisis de la sociedad burguesa. Pero sólo le quedaba al intelectual de aquella tercera España, que no pudo elegir un campo, el último recurso que no descartaba Ortega al iniciar su acción pública: callarse.
Naturalmente algunos pensaron volver a hacer la revolución de 1789 en 1917 u ofrecer, al contrario, una percepción anticipada de ciertas coyunturas críticas. La Guerra civil, la evocaron en España algunos comentadores de la crisis de 1917, y quienes, como Unamuno, juzgaban necesaria una radicalización del debate ideológico o comprobaban, al contrario, la aparición de gérmenes de una fractura social. Ortega explica, en febrero de 1929, en una clase que dio en un teatro tras el cierre de la universidad de Madrid, que una distancia demasiado importante entre dos generaciones engendra una crisis histórica[118]. Acostumbrado a jugar a los Casandra, no se atrevía a anunciar una catástrofe inminente por miedo a asustar sin convencer. Pero decía: « Ello es que está ahí una ola recién llegada de tiempo nuevo; sobre ella ha de brincar quien quiera salvarse. El que se resista, el que no quiera comprender la nueva fisonomía que toma el vivir, quedará sumergido en la resaca irremediable del pretérito.» Esta frase remite al sentido común pero también a la intuición de que los que se sienten molestos por el anticonformismo de la juventud no están al abrigo siempre de las sorpresas de la historia.
Lo que llama la atención en España es la perpetua impresión de un fracaso y de una vuelta a empezar. Se habla a principios de 1936 de la necesidad de una segunda revolución mediante una alianza obrera[119]. Ésta, con la victoria del Frente Popular, podría desembocar en una Tercera República más atenta a las cuestiones sociales, aunque Unamuno no oculta su reticencia.
Las generaciones coexistieron difícilmente. Tuvieron la impresión de que todo estaba por hacer y de que nadie quería tomar el relevo: ningún heredero pues, lo cual tranquilizaba el orgullo de los mayores que se creían insustituibles, pero ninguna herencia tampoco, dicen los más jóvenes, cuando inscriben su actuación en la perspectiva de una perpetua renovación y, por consiguiente, en un imposible presente. A causa de este déficit ontológico y comunicacional, deben librar un combate perpetuo por la vida, como si el fracaso de sus mayores fuera a la vez la causa y la consecuencia de la reacción iconoclasta de los cadetes que corren siempre tras la política sin lograr anclar el ideal de la modernidad en la contemporaneidad: ser jóvenes, en suma.
A la disidencia generacional se añadía la escisión política. En 1914, Ortega contemplaba todavía a España como una posibilidad. En 1939, Fernando de los Ríos preguntaba: « ¿por qué nuestra generación tuvo tan trágico destino?[120] » La respuesta la dio una discípula de Ortega en 1930, María Zambrano, frente a la actitud distante del maestro, rogándole que no renuncie al impulso vital de la política: « Hoy no se puede ser conservador en esta triste España sin ser antes revolucionario, sin derrumbar lo que está podrido y envenena el ambiente con su cadáver. »[121] Destruir pues, según lo predicaba el Baroja de la primera década al asignar al intelectual esta única misión. Un campo de ruinas, pero de ruinas recientes (según lo deseaba el insolente Agustín de Foxá) cuya paternidad se atribuye demasiado fácilmente a la movilización de una juventud que fue la primera víctima de la guerra y no les dejó el tiempo a sus intelectuales de desarrollar su proyecto. Después de haber pretendido escribir o interpretar la historia frente a unos acontecimientos que se les escapan, éstos se sienten inútiles y defraudados. “Una vez más hay que segar el trigo en verde” repetía Azaña[122], explicando la frustración de su generación cuando capitularon los maestros liberales y los intelectuales católicos y franquistas creyeron que les tocaba edificar la ciudad de Dios en un país demasiado ocupado en desarraigar a la Anti-España.
Tal es el drama del intelectual liberal que habla en nombre de un pueblo a cuya formación debe contribuir y se da cuenta de que el liberalismo al que se aferra para defender al individuo frente a las masas, postula su propia superación sin ser capaz de llevarla a cabo.
*
Desde el primer tercio del siglo XIX, se volvió a acudir al método inquisitorial de unificación para escindir, cortar por lo sano y desarraigar la ideología del enemigo: «Aquí yace media España, murió de la otra media»[123]. ¿Cabe dudar todavía, después del último intento de erradicación de aquella Anti-España teorizada por los carlistas y luego por los integristas de Acción Española, de la utilidad de los grandes relatos? Quizá, más que a la retórica del discurso histórico de Menéndez Pelayo, que, desde la ortodoxia y con acentos dignos de la Reconquista, sigue glosando el sino de la nación española, pueda acudirse al resumen que hizo el propio general Franco explicando al periodista Jay Allen, con acentos del Antiguo Testamento, que quería restablecer el orden alterado por el reformismo republicano aunque tuviera que fusilar a media España[124]. Por consiguiente, no puede seguirse estudiando en un mismo impulso crítico la Guerra Civil y la II República española, sugiriendo todavía que ésta es causa de aquella, para hablar del naufragio del liberalismo, olvidando que este orden que pretendieron restaurar los militares sublevados era él de una España minada por el analfabetismo, las injusticias sociales, el recurso abusivo al estado de excepción y la práctica razonada de las elecciones falsificadas.
La “cruzada” permitió a unos nuevos inquisidores, acaudillados por José Ma Pemán, instaurar el estado franquista mediante la destrucción del Estado de derecho. En cuanto a Miguel de Unamuno, antes que cuatro falangistas se llevaran su féretro, el 1° de enero de 1937[125], se contentó con apuntar su angustia en los folios que titulaba El resentimiento trágico de la vida y con metaforizar la realidad que le había hecho escribir en 1913: «A mí, que tanto me duele España, mi patria, como podía dolerme el corazón, o la cabeza o el vientre.» Así fue cómo el último muerto del año 1936, que, siempre tuvo que ajustar cuentas con las autoridades de su país, interiorizaba los recientes acontecimientos en aquel soneto redactado el 28 de diciembre: «Vivir encadenado a la desgana, ¿es acaso vivir?», había reiterado, el 8 de enero de 1936, en el diario Ahora su dolorosa convicción de encarnar a la nación española:«Ay de los hombres que nos hemos criado en pecado de liberalismo!...¡Ay, España, cómo te están dejando el meollo del alma!»
Este viejo catedrático que no creyó en la existencia de dos Españas, ni se identificó con la tercera que tomó el camino del exilio desde el verano del 36, se sintió ajeno a la Segunda y a una posible Tercera República, ya alejado de la Historia, no dejaba de repetir: «No soy ni fascista, ni bolchevique. Soy solamente un solitario.»[126] Este solitario, convencido de que encarnaba la conciencia de la patria, volvía a personificar la tragedia de su país[127].

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[1] Tuñón de Lara, 1969; Juliá, 2004.; Preston, 1998; Aubert, 2008-a, 2008-b.
[2]“Grande hasta la sublimidad se nos presenta la Historia de la Guerra Civil de España. ¡Cuántas acciones heroicas, cuántos honrosos sacrificios, cuántas virtudes atesora! En sus sangrientas y gloriosas páginas vemos personificada la revolución de las ideas y de los hechos; el combate de las antiguas tradiciones con los nuevos usos; y retratado el heroísmo español, la nobleza de sus afecciones, ora sean a los principios, ora a las personas.” (Pirala, 1858-1866, p. 1).
[3] Aubert, 1995, 1987; Urrutia, 1997.
[4] Unamuno confiesa que sólo vio un día, con un largo catalejo, a un soldado carlista: “que abría un foso en el alto de Quintana, en Archanda, y cuyos botones de metal dorado refulgían al sol”. Le impresionó mucho más el fragor del bombardeo de Bilbao tanto más cuanto que “una de las primeras bombas que llegaron a la villa –recuerda--, creo que la primera, cayó dos o tres casas más debajo de la nuestra.” Pero reacciona inmediatamente como un niño que hace novillos o sale a la calle con sus compañeros cada vez que se oye el toque de una corneta. Sin embargo con este suceso se acabó su niñez: “El bombardeo de la villa marca el fin de mi edad antigua y el principio de mi edad media. De antes de él apenas conservo sino reminiscencias fragmentarias; después de él viene el hilo de mi historia.”(Recuerdos de niñez y mocedad, Unamuno 1966-1971, t. VIII, p. 129-131).
[5]Miguel de Unamuno, “El fin del mundo”, Mercurio, New-Orléans, 1° de diciembre de 1911.
[6] Baroja, 1917, p. 84.
[7] Ortega y Gasset, "Vieja y nueva política" (1914), 1983, t. I, p. 273.
[8]Machado, 1963, p. 190.
[9]Ibid., p. 904.
[10]"El mañana efímero", Ibid., p. 197.
[11] «Cuando las ideas del ochocientos se conviertan en piedras arrojadizas, pasarán al dominio de las masas, y aparecerán como tópicos oratorios y programas políticos» (Machado, 1971, p. 230-231).
[12]Machado, 1947, p. 59.
[13] Luis de Zulueta, La Lectura, noviembre de 1909, p. 328.
[14] Domingo, En esta hora única, 1917, p. 90.
[15] "El mitin de anoche", El Socialista, 1° de marzo de 1917.
[16]Machado, 1989, t. II, p. 1172.
[17]Carta a Unamuno, 16 de enero de 1915 (Machado, 1989, t. II, p. 1572).
[18] Machado, 1989, t. II, p. 1173. Machado, 1963 p.721.
[19]Machado, 1963, p. 920.
[20]El poeta le dará vueltas a esta idea de ruptura hipotética a lo largo de su vida. «Rota la continuidad de nuestra historia sólo cabe saltar hacia el mañana», dirá de nuevo al presentar, el 14 de febrero de 1931, a Ortega y Gasset, Marañón, y Pérez de Ayala en el primer mitin de la Agrupación al Servicio de la República, en Segovia (Machado, 1989, t. II, p. 1174).
[21]Azaña, 1911, p. 10; Ortega y Gasset, “Vieja y nueva política” (1914), 1983, t. I., p. 274.
[22] Aubert, 2006, p.49-82.
[23] « Nous voulons exalter le mouvement agressif…le pas de course, le saut mortel, la gifle, le poing… la beauté de la vitesse.» (la traducción es nuestra).
[24] Giménez Caballero, 1979, p. 76.
[25] Eugenio Montes 1930, « ¿Qué es la vanguardia? », La Gaceta Literaria, 15 de julio de 1930.
[26]Largo Caballero, 1934, pról. de Luis Araquistáin, p. XIII.
[27] Viñas, 1978; Gonzalez Quintana y Martín Nájera, 1983.
[28] Ucelay Da Cal, 1987, p. 152-167.
[29]Ledesma Ramos, 1935, p.67.
[30] Ramiro Ledesma Ramos, « Unamuno y la filosofía », La Gaceta Literaria, 15 de julio de 1930; «Grandeza de Unamuno », La Conquista del Estado, 21 de marzo de 1931.
[31] Miguel de Unamuno, "Mañana será otro día", Ahora, 19 de mayo de 1936.
[32] M. de Unamuno, « Tradición y progreso», El Magisterio Salmantino, 3 de diciembre de 1900; El Eco de Cartagena, 8 de diciembre de 1900.
[33] Unamuno, 1905.
[34] “Lo que puede aprender Castilla de los poetas catalanes”, Conferencia pronunciada en el Teatro Lope de Vega de Valladolid, el 8 de mayo de 1915, Valladolid, Imp. Castellana, 1915, 20 p; Unamuno, 1966-1971, p. 317-331.
[35].Gaceta de Madrid, n°242, 30 de agosto de 1914, p. 531.
[36].Carta a Ortega, 3 de septiembre de 1914, Unamuno, 1991-a, t. II., p. 115.
[37].M. de Unamuno, “Cambio de rumbo”, La Nación, Buenos Aires, 10 de noviembre de 1920, 1966-1971, t. VIII, p. 445.
[38] M. de Unamuno, "El valor de la inteligencia", El Liberal, 3 de octubre de 1923.
[39] Lo firmaron Ángel Ossorio y Gallardo, Azorín, Teófilo Hernando, Pío del Río Hortega, Manuel Bastos, Gustavo Pittaluga y Unamuno. Se negaron a firmarlo alegando que Ossorio exageraba la gravedad del momento: Marañón, Castro, Eduardo Marquina y José Ortega y Gasset. El propio Ossorio y Gallardo llegó a creer que éstos tenían razón y desistió de hacer público el manifiesto.(Emilio Salcedo, 1964, p.396)
[40] Unamuno, 1966-1971, t. IX, p. 459.
[41]. “Perseguí a la Dictadura, que no ella a mí. Y de tal manera que tuvo que confinárseme a la bendita isla de Fuerte ventura — desértico remanso de sosiego —, y lo hizo en espera de que yo reclamase y me pusiera al habla con aquel Gobierno, para ganárseme. Me esquivé de ello y decidí hacer de víctima en servicio de España, con lo que seguí mi destino y mi misión. No debía quedarme aquí, privado de proclamar a todo aire y a toda luz las verdades de mi verdad.” (“Palabras de agradecimiento al ser nombrado ciudadano de honor de la República, en abril de 1935”, Ibid., p. 459).
[42]. “¡Adiós, mi Dios, el de mi España,/adiós, mi España, la de mi Dios,/se me ha arrancado de viva entraña/la fe que os hizo cuna a los dos !”, 24 de diciembre de 1925, Ibid., p.74.
[43]. “Avoir emporté dans l’exil le dépôt sacré du progrès”, “le continent (soit) encombré d’échafauds et de cadavres”, Discurso de Victor Hugo delante de la tumba de Jean Bousquet en el cementerio de Saint-Jean, en Jersey, el 20 de abril de 1853 (Hugo, 1972, p. 595).
[44] Carta a Jean Cassou, 22 de noviembre de 1924. Casa Museo Unamuno, Salamanca
[45] Carta a Jean Cassou, 9 de abril de 1925.
[46]M. de Unamuno, "La antorcha del ideal", El Sol, 23 de junio de 1931.
[47] Véanse los artículos de J. Sánchez Rivera en Heraldo de Madrid, 30 de noviembre y 6 de diciembre de 1932.
[48] Unamuno, “Cartas al amigo, II”, Ahora, 11 de noviembre de 1933 ; Unamuno, 1966-1971, t. VII, p.1017;"Cartas al amigo-III", Ahora, 24 de noviembre de 1933, Ibid.,p. 1018-1020.
[49] M. de Unamuno, "Constitución y República", El Adelanto, Salamanca, 12 de septiembre de 1933.
[50]. Azorín, “Los dos pactos”, La Libertad, 10 de noviembre de 1933.
[51].Diario de Sesiones, 27de agosto de 1931, n° 28, p. 650.
[52].M. de Unamuno, "Sobre el cavernicolismo", El Sol, 21 de octubre de 1931.
[53].Diario de Sesiones, 27 de agosto de 1931, n°28, p.652-657.
[54].M. de Unamuno, "Religión de Estado y Religión del Estado", El Sol, 8 de septiembre de 1931.
[55] En 1935, se discute la oportunidad de reformar la Constitución. La cuestión se evoca después de las tres conferencias que pronuncia el Presidente de la República con el título de “Tres años de experiencia constitucional”. Pérez Serrano y Antonio Royo Villanova disertan sobre el particular en la Academia de Jurisprudencia. “La reforma de la Constitución”, Conferencia en la Academia Nacional de Jurisprudencia, El Sol, 4 de mayo de 1935. José Castillejo comenta esta posibilidad, de noviembre a diciembre de 1935, en las columnas de El Sol.
[56].“Cartas al amigo. IV”, Ahora, 29 de noviembre de 1933, Unamuno, 1966-1971, p.1021-1022.
[57]. Ibid., p. 1015.
[58].M. de Unamuno,“Cartas al amigo. Envés, revés y canto. A Gregorio Marañón”, Ahora, 8 de febrero de 1933 ; Ibid, p. 1006; “ A José Ortega y Gasset”, Ahora, 6 de diciembre de 1933 ; Ibid., p. 1023
[59].Ibid., p. 1016.
[60].Carta a Jean Cassou, 28 de mayo de 1932, Unamuno, 1991-a, t. II, p.291.
[61] M. de Unamuno, "Schura Waldajewa", Ahora, 11 de mayo de 1936.
[62]Unamuno sigue presidiendo el Consejo Superior de Instrucción Pública y Ortega, hasta febrero de 1932, la Comisión de Estado.
[63] Unamuno, “Constitución y república”, El Adelanto, Salamanca, 13 de septiembre de 1933.
[64]Ortega y Gasset, “Un aldabonazo”, Crisol, 9 de septiembre de 1931.
[65].Discurso en las Cortes, Diario de sesiones, 23 de junio de 1932.
[66].Honorio Maura, “Una revolución”, ABC, 20 de octubre de 1934.
[67].Luis Araquistáin, “The october Revolution in Spain ”, Foreign Affairs, art. citado.
[68]. “La raíz jugosa y profunda de la revolución está en otra cosa : está en que los revolucionarios han tenido un sentido místico, si se quiere satánico, pero un sentido místico de su revolución… Nadie se juega nunca la vida por un bien material… Cuando se arriesga una vida cómoda, cuando se arriesgan unas ventajas económicas es cuando se siente uno lleno de un fervor místico por una religión, por una patria, por una honra o por un sentido nuevo de la sociedad en que vive. Por eso los mineros de Asturias han sido fuertes y peligrosos.”, José Antonio Primo de Rivera, Diario de Sesiones de las Cortes, 6 novembre 1934, p. 4566.
[69] Primo de Rivera, 1976, t. II, p.22.
[70]Gaziel, “La gran interrogación”, La Vanguardia, Barcelona, 19 de octubre de 1934.
[71] Madariaga, 1944, p. 550
[72]"Unamuno ante las elecciones", El Sol, 18 de febrero de 1936.
[73]Azaña, 1978, t. I, p. 83.
[74]26 de agosto de 1937; Azaña, 1978, t. IV, p. 359.
[75]Así calificó el pleno del Ayuntamiento salmantino el discurso que Unamuno pronunció el 12 de octubre de 1936 (Acta del consejo municipal del 12 de octubre de 1936, citado por Ignacio Francia, El País, 29 de diciembre de 2006).
[76]. Rubio Cabeza, 1975, p. 73-75 ; Escolar, 1987, Marrero Suárez, 1961 ; Zambrano, 1977; Díaz-Plaja, 1979, Garosci,1981, Díaz, 1986, 1994. También González, 1989, t.13.1, Trapiello, 1994. Ambos libros están desprovistos de notas y referencias precisas.
[77]. Unamuno, 1991-b, p. 43.
[78].Carta a Quintín de la Torre, 1° de diciembre de 1936, Miguel de Unamuno, 1991-a, p. 352.
[79]. José Miguel de Azaola, “El « alzamiento » de Unamuno en julio del 36”, Estudios en homenaje a María Dolores Gómez Molleda, Salamanca, ed. Universidad de Salamanca, Narcea, vol. I, 1990, p.191-.211.
[80]. Aznar, 1958, t. 1, p. 179.
[81] Jean Cassou, Le Mercure de France, 15 de mayo de 1926.
[82] "Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en guerra. ¿Contra quién? Quizás contra sí mismo; acaso también, aunque muchos no lo crean, contra los hombres que han vendido a España y traicionado a su pueblo. ¿Contra el pueblo mismo? No lo he creído nunca ni lo creeré jamás." (Antonio Machado, 1983, p. 89.
[83].Carta a Quintín de la Torre, 13 diciembre 1936, Unamuno, 1991-a, t. II, p. 354-355.
[84].Carta a Quintín de la Torre, 1° de diciembre de 1936, Unamuno, 1991-a, t. II, p. 350.
[85] González Egido, 1986, p. 75.
[86] Miguel de Unamuno, "Mañana será otro día", Ahora, 19 de mayo de 1936.
[87].Kazantzakis, 1958, p. 154..
[88].“Debemos engañar al pueblo, par que los hombres tengan la fuerza y el gusto de vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo necesita ser engañado. Esto es lo que le sostiene en la vida. He escrito un libro sobre estas cosas, mi último libro. (Ibid., p. 155). Unamuno se refiere a San Manuel Bueno, mártir.
[89].Citado por Rubio Cabeza, 1975, p. 198-199.
[90] Comentado por Unamuno en su discurso de 1914, "De la neutralidad política", en «Cartas de Unamuno a M. García Morente», L. Robles (ed.), Cuadernos de pensamiento, Madrid, núm. 2, 1988, p. 186-188.
[91] Ibid., p. 187.
[92] M. de Unamuno, "En el mayor de los ridículos", España, n° 22, 25 de junio de 1915.
[93] «Unamuno al servicio del fascismo en Salamanca», Mundo obrero, agosto 1936; «Unamuno y los generales», El Tiempo, Bogotá, 10 de enero de 1937; "Unamuno y el alzamiento nacional", El Español, Madrid, n°45, 24 de agosto de 1963.
[94]. “Galerías de traidores: El secreto de Unamuno”, Política, 20 de agosto de 1936.
[95] “Un acto de la Alianza de Intelectuales. Bergamín habla del “fusilamiento” de Unamuno. A las once y media de la mañana del domingo, se celebró en el teatro de la Zarzuela, completamente ocupado por un auditorio entusiasta, el grandioso acto de afirmación cultural de la Alianza de Intelectuales Antifascistas.
Presidió José Bergamín, que fue el primero en hablar, por la Alianza. Dedicó un recuerdo al poeta García Lorca, diciendo que no podía creer en su muerte y que, en cambio, creía en el fusilamiento de Unamuno, a quien los fascistas habían vaciado las entrañas, el cerebro y el corazón, rellenándolo después de paja y de aserrín, para que fuese el espectro de D. Miguel de Unamuno, que no había existido jamás. Pidió un minuto de silencio en memoria de Federico, y el público, en pie, levantó los puños emocionado.” (ABC, Diario Republicano de Izquierdas, Madrid, 29 de septiembre de 1936, p. 13 c. Artículo no firmado).
[96]. El documento está en la Casa-Museo Unamuno de Salamanca. Reproducido en Salcedo, 1964, p. 408.
[97] El autor de la propuesta, el concejal Rubio Polo, reclamó que al rector se le arrojara de la Corporación: "por España, en fin, apuñalada traidoramente por la pseudo-intelectualidad liberal-masónica cuya vida y pensamiento [...] sólo en la voluntad de venganza se mantuvo firme, en todo lo demás fue tornadiza, sinuosa y oscilante, no tuvo criterio, sino pasiones; no asentó afirmaciones, sino propuso dudas corrosivas; quiso conciliar lo inconciliable, el Catolicismo y la Reforma; y fue […] la envenenadora, la celestina de las inteligencias y las voluntades vírgenes de varias generaciones de escolares en Academias, Ateneos y Universidades". (Acta del consejo municipal del 12 de octubre de 1936, citado por Ignacio Francia, El País, 29 de diciembre de 2006).
[98]. Kazantzakis, 1958, p. 154. La traducción es nuestra.
[99] "El traidor no es menester siendo la traición pasada" (Calderón de la Barca, La vida es sueño, Acto III, escena Ia, v. 1109).
[100]. Unamuno, 1991-b.
[101]. Ibid., p. 47.
[102]. M. de Unamuno, “Y después, ¿qué…?, Ahora, 3 de octubre de 1934.
[103]. M. de Unamuno, “Paciencia y barajar”, Ahora, 8 de julio de 1936.
[104].Unamuno, 1991-b, p. 31.
[105] “Porque yo, a quien se calumnia llamándome sabio, pensador, ingenioso y otros motes tanto o más feos que éstos, creo ser un hombre de pasión.” (Carta al actor Fernando Díaz de Mendoza, citada por Manuel García Blanco, prólogo a M. de Unamuno, 1958, t. XII, p. 87).
[106] Unamuno, 1991-b.
[107] Carta a Quintín de La Torre, 13 de diciembre de 1936, conservada en la Casa-Museo Unamuno, Salamanca; Unamuno, 1991-a, t. II, p. 354.
[108] Fuera de las palabras redactadas en el dorso del sobre de la carta de la mujer de Atilano Coco, no hay trascripción de dicho discurso fuera de la traducción que de él hicieron las agencias de prensa extranjeras. Luis Portillo 1953, p. 397-409. Para una versión del campo nacionalista, José Ma. Pemán, “La verdad de aquel día”, ABC, 12 de octubre de 1965.
[109] Díaz, 1994.
[110] Enrique Gómez Carrillo, "Una súplica a Unamuno", ABC, 15 de septiembre de 1922.
[111] M. de Unamuno, « Una vida sin historia, Amiel », La Nación, Buenos Aires, 2 de septiembre de 1923.
[112] Borrador de una carta de marzo de 1906 a Francisco Giner de los Ríos, Miguel de Unamuno, 1991-a, t. II, p.111, y carta de marzo de 1906, fechada erróneamente por el editor en 1922, cuando Giner murió en 1915, Ibid., p. 117.
[113] Ibid., p. 117.
[114] M. de Unamuno, “La intelectualidad es gaseosa”, El Liberal, 22 de enero de 1921.
[115] Ortega y Gasset, 1983, t. V, p. 508.
[116] Ramón Pérez de Ayala, "Público, pueblo y plebe", El Sol, 24 de noviembre de 1927.
[117] "El león, Don Quijote y el leonero", La Pluma, abril de 1922, Azaña, 1966, t. I, p. 450.
[118] Ortega y Gasset, 1997, p. 65.
[119] Maurín, 1935.
[120] Azaña, 1966-1971, t. IV, p. 627.
[121] María Zambrano, « Tres cartas de juventud a Ortega y Gasset », Revista de Occidente, mayo de 1991, n°120, p. 16-17.
[122] Azaña, 1966-1971, t. III, p. 626
[123] Larra, 1836. p 586-592.
[124] Chicago Tribune, 28 de julio de 1936, p. 2.
[125]«Unamuno. Un cadáver requisado por los rebeldes», El Liberal, Bilbao, 3 de enero de 1937.
[126] Nicos Kazantzakis, Du Mont Sinaï à l’île de Vénus. Carnets de voyage, op.cit., p. 154. En 1926, Jean Cassou, que aludía al «inagotable monólogo» de don Miguel, le retrataba como «un hombre de lucha, en lucha consigo mismo, con su pueblo, contra su pueblo, hombre hostil, hombre de guerra civil, tribuno sin partidarios, hombre solitario, desterrado, salvaje, orador en el desierto, provocador vano, engañoso, paradójico, inconciliable, irreconciliable, enemigo de la nada y a quien la nada atrae y devora, desgarrado entre la vida y la muerte, muerto y resucitado a la vez, invencible y siempre vencido.» (Le Mercure de France, 15 de mayo de 1926).
[127] Ehremburg, Ilya, 1937.
Resumen:
Desde la revolución liberal, España está enfrascada en una querella que opone los partidarios de dos concepciones de la patria. Unamuno tercia en el debate afirmando, frente al marasmo que, a su parecer, se apodera del país, la necesidad de un debate social. A esta confrontación cívica, protagonizada por los ciudadanos, el escritor llama “guerra civil”, que opone, desde el antimilitarismo más radical, a la “guerra incivil”, llevada a cabo por los militares.
Cuando, a lo largo del verano de 1936, los intelectuales más famosos que contribuyeron con él, después de la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera, al advenimiento de la República, optan por el exilio afirmando que no comparten los objetivos de ningún campo, Unamuno, quien aprobó inicialmente el golpe militar, elige el exilio interior, reafirmando, antes de morir desesperado, en una actitud crística, su convicción de ser un franco-tirador, un solitario, convencido de encarnar a la España verdadera más allá de las dos Españas y de la Tercera España.
Palabras clave:
Unamuno, Guerra civil, Dos Españas, Tercera España, liberalismo, intelectual liberal.
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Abstract:
Since the liberal revolution, Spain is engaged in a quarrel between the proponents of two conceptions of the homeland. Unamuno participates in the debate by saying, as opposed to stagnation, which in his view, takes over the country, the need for a social debate. In this confrontation civic, starring people, the writer calls “civil war”, which opposed, with the most radical anti-militarism, to the “uncivil war”, conducted by the military.
When, during the summer of 1936, the most famous intellectuals who contributed with him, after the struggle against the dictatorship of Primo de Rivera, to the advent of the Republic, choosing exile saying they do not share the goals of any field, Unamuno, who initially endorsed the military coup, chose internal exile, reaffirming, before dying in despair, an attitude in Christ, his conviction of being a free-shooter, a loner, convinced embody the true Spain beyond the two Spain and the Third Spain.
Keywords:
Unamuno, Civil War, Lisberalisme, liberal intellectual.

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