lunes, 24 de diciembre de 2012

LA PRENSA LA REVOLUCIÓN DEL PERIODISMO EN EL PERÚ


Discurso sobre el artículo 2° del Estatuto de Cataluña

Miguel de Unamuno - Diario de Sesiones, Junio de 1932

Estas autoridades de la República han de tener la obligación de conocer el catalán. Y eso, no... Si en un tiempo hubo aquello, que indudablemente era algo más que grosero, de «hable usted en cristiano», ahora puede ser a la inversa: «¿No sabe usted catalán? Apréndalo, y si no, no intente gobernarnos aquí.»... La disciplina de partido termina siempre donde empieza la conciencia de las propias convicciones.

Muy bien; señores diputados, como sé muy poco de Reglamento, que no lo he leído ni una sola vez, en toda esta discusión o pequeña refriega que ha habido aquí sobre si se presentó una enmienda a tiempo o no se presentó a tiempo, si fue antes o fue después de otra, yo no entro ni salgo; lo único que quiero hacer es, en apoyo de lo que he de decir, leer aquella enmienda y explicar luego cuáles fueron las razones que nos hicieron formularla.

La enmienda que no pudo ser aceptada, según parece, porque se presentó después que ya se estaba discutiendo el artículo, la firmaban conmigo los Sres. Maura, Azcárate, Santa Cruz, Sánchez Román, Valdecasas, Giner de los Ríos y Sacristán. No fui yo quien la redactó; fue uno de estos señores. La enmienda dice así: "Los diputados que suscriben tienen el honor de proponer la siguiente enmienda al art. 2º del dictamen sobre el Estatuto de Cataluña: Art. 2.º El idioma catalán, es como el castellano, lengua oficial de Cataluña para las relaciones oficiales de Cataluña con el resto de España, así como para la comunicación de las autoridades del Estado con las de Cataluña la lengua oficial será el castellano. Toda disposición o resolución oficial dictada por órganos regionales en Cataluña deberá ser publicada y en su caso notificada en ambos idiomas. Dentro del territorio catalán, los ciudadanos tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades y funcionarios de la Generalidad. De los documentos públicos autorizados en Cataluña se expedirá copia en catalán a instancia de parte."

Digo que la redacción no fue mía, porque estas redacciones de artículos deben ser encomendadas a gente perita en jurisprudencia, y yo no es que no sea abogado, no soy ni siquiera licenciado en Derecho. Lo único que yo indiqué fue mi deseo de oponerme a una parte del dictamen de la Comisión, que es la que dice así: "Dentro del territorio catalán, los ciudadanos, cualquiera que sea su lengua materna, tendrán derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades y funcionarios de toda clase, tanto de la Generalidad como de la República." Esto implica que si todos los ciudadanos tienen derecho a elegir el idioma oficial que prefieran en sus relaciones con las autoridades de la República, estas autoridades de la República han de tener la obligación de conocer el catalán. Y eso, no. Que les convenga es otra cosa; es una cosa completamente distinta; pero obligación, de ninguna manera.

Por ejemplo: aquí se ha comentado una vez el caso de un gobernador de Cataluña que sabía el catalán, porque era de una región donde se habla, y al dirigírsele en catalán dijo: "Eso no lo entiendo yo." Hizo mal en decir que no lo entendía; pero no en admitirlo, hizo bien; yo habrá hecho exactamente lo mismo. Como funcionario de la República, del Estado entonces, yo no admito que se me dirijan en catalán.

Hay algo que está por debajo de las leyes, y una imposición, y ahora puede venir otra, igualmente inadmisible. Si en un tiempo hubo aquello, que indudablemente era algo más que grosero, de "hable usted en cristiano", ahora puede ser a la inversa: "¿No sabe usted catalán? Apréndalo, y si no, no intente gobernarnos aquí."

Hay algo que está por debajo de las leyes, y a mí lo que haya en el fondo en el orden legislativo, no me importa grandemente. Creo saber algo de la forma en que van los idiomas cuando se ponen en lucha para fundirse; porque eso de las asimilaciones, son siempre mutuas: no hay uno que asimila al otro, son dos que se asimilan el uno al otro; y yo tengo mi idea de lo que haya de suceder. Naturalmente, es muy lógico que uno que vaya a vivir en Cataluña intente y haga todos sus esfuerzos para poder entenderse en la lengua de allá, entre otras cosas para poder penetrar mejor en el espíritu de aquellos con quienes tiene que convivir; pero lo que no se puede es ponerle en condiciones de que tenga que hacerlo por obligación. Se dice: es que si no lo hacen, son inadaptables o inadaptados. Perfectamente; es una desgracia que un hombre sea inadaptado o inadaptable; pero cuando hay uno inadaptado o inadaptable, hay que protegerle.

Esto no ocurre en otras partes. Aquí se citaba, por ejemplo, el caso del general Joffre, que en una ocasión llegó a Cataluña, no pudo entenderse con no sé qué autoridad que no sabía francés, y como él era catalán provenzal, se entendió en catalán. Perfectamente; pero ni al general Joffre, ni a casi ningún catalán francés ni provenzal, ni paisano mío vasco, se le ocurrirá jamás en Francia pedir que su lengua sea oficial, ni siquiera en la región suya. ¡Ah!, es que Francia -me decía cierto día uno- es una República monárquica. Ya entendí bien, claro está, lo que quería decir esto de "monárquica", y en ese sentido también lo soy yo; quería decir "unitaria". Ahora parece que se trata de imponer el catalán, y a mí me parecería bien, y ojalá trataran de catalanizar a toda España. Aquí se hablaba de cuando intentaron esta obra en Galicia; también llegó aquella acción a Salamanca, y yo dije algunas veces: "¡Ojalá, ojalá quisieran ellos dirigirnos! Podría ser el Piamonte de España."

Traigo esto a relación, porque un publicista catalán, que es de los que más influyen en su pueblo, al hablar de que ellos no podían ser el Piamonte, decía que el Piamonte se puso al frente de la unidad italiana porque no había la cuestión de lenguas. Estaba, y está, completamente equivocado; en el Piamonte se hablaba, y aun sigue hablándose, como vernácula, una lengua tan distinta de la toscana, de la lengua oficial italiana, como puede serlo el catalán del castellano. La prueba, es que el gran poeta piamontés Alfieri empezó hablando francés; luego, en su casa, con los criados y la gente del pueblo, piamontés, y yo muy tarde aprendió la lengua toscana. Me han dicho que ésta es una lucha de abogados. Perfectamente; supongamos que son luchas de abogados; ¿es que se puede hacer nada que dificulte o imposibilite el ejercicio de una profesión a un ciudadano español, castellano o catalán? Porque puede darse el caso, por absurdo y monstruoso que parezca, de que haya un catalán que diga: no quiero hablar en catalán. ¿Es que se le puede dificultar?

Muchas veces, debajo de esto de la lengua, hay un poco de lo que dice la Biblia del shibolet: ¡Pronunciadlo bien! ¡Cuidado! Claro que no es que se quiera hacer lo mismo que se hacía con los que no pronuncian bien el shibolet, que era quitarles la vida. Sabido es que aquel pueblo, aunque era el elegido de Dios, era bastante bárbaro, y aquí no llegamos a esa barbarie, aunque no seamos los elegidos de Dios. Pero ¿es que eso se puede dificultar, cuando hay dos pueblos, y el uno admite, no como imposición -eso yo lo creo- sino libremente, por estimar que le conviene, la obligación de conocer el castellano? Como todos conocen el castellano, es natural. Pero ahora viene la segunda parte: ¿obligación? Para nadie, ni allí, de conocer el catalán. Conveniencia, es otra cosa.

Claro que se dirá: hay un número de gentes que todavía no saben bien el castellano. En efecto, habrá bastantes. Hace poco que decía un catalán -y tenía razón-: ¡Hombre! En tantos siglos, los maestros castellanos no han sabido enseñar el castellano en Cataluña. Y yo decía: ¿Cómo? ¡Ni en Castilla! (Risas.) ¡No parece sino que los chiquillos de Castilla saben el castellano porque se lo han enseñado los maestros! (Risas.) Lo saben por otros cauces, y, algunas veces, a pesar de los maestros. (Risas.)

¿Es una lucha de abogados? Yo lo único que digo es que me parece inadmisible que se imponga una cosa cualquiera por fuerza, como eso que dice el artículo de "tanto de la Generalidad como de la República"; es decir, que el funcionario de la República tenga que verse obligado a entender el catalán. Ahora se habla de cordialidad, se habla de cortesía; pero eso, por lo visto, no reza con esto de las lenguas.

Que el que viva en Cataluña aprenda el catalán, a mí me parece bien. Si yo viviera allí y no lo supiera, lo aprendería. ¡Naturalmente! No he vivido en Cataluña, y sin vivir en Cataluña me he interesado en aprender el catalán, y es porque sacaba de ello una gran ventaja y un enriquecimiento del espíritu; porque había escritores catalanes que a mí me decían cosas que me interesaban, me convenían y hasta me recreaban, y era natural que lo aprendiera. Pero imposición obligatoria, no. Pues eso, si se me dice: ¿qué haría usted para defender el castellano en Cataluña? Yo diría: Aparte de que no necesita defensa, ¿qué haría yo para defender el castellano en Cataluña? No votar cosas de éstas, porque yo no hago mucho caso de esto. Es como lo de la Constitución; ya he dicho alguna vez, hablando de la Constitución, que me parecía una cosa de papel, y nada más. Por cierto, que hace poco me preguntaron: Pero, hombre, ¿qué ciempiés es ése que hicieron ustedes? Y yo dije: no; cuatrocientespies y uno, el que yo puse. (Risas.) Pero ¿qué he hecho yo para defender el castellano en Cataluña? Pues una cosa muy sencilla: decir en castellano cosas que interesa y gusta a los catalanes conocerlas dichas en castellano. Es la única forma noble y clara de defender una lengua. (Muy bien.)

Respecto a la suerte que hayan de correr la lengua castellana y la lengua catalana en Cataluña, yo tengo mis ideas, que no son del caso, porque éstas no son cosas de legisladores, sino cosas de biología ligüística. Creo saber algo de esto y sé que pueblo, lo que se llama pueblo, el campesino, no hay ninguno verdaderamente bilingüe, y cuando a un pueblo se le hace bilingüe acaba, primero, por mezclar las dos lenguas; después, por combinarlas hasta fundirlas en una.

Pero esto no es cosa que tiene que ver con lo que examinamos; de eso se ha hablado muchas veces, y si yo he venido hoy a decir esto es porque me creía obligado con una parte de opinión española que espontáneamente (porque estoy recibiendo todos los días cartas y excitaciones) me ha querido hacer su vocero. No son los que me votaron, aun cuando sé que los que me votaron son también de esta opinión; no son los que me votaron. Yo no he venido aquí, afortunadamente para mí y afortunadamente para los partidos, representando a partido ninguno, absolutamente ninguno; por consiguiente, no podría hablar en ninguna forma de nada que se parezca a un voto imperativo, que, además, no le hay. Pero (y esto es lo que principalmente me interesa decir) cuando yo oía hablar aquí hace poco a alguien, explicando el voto, de que venía a expresar la voluntad de los que le habían votado, no es bastante. Alguien podría decirme que no admite el voto imperativo. En efecto, a alguno, cuya enmienda se ha admitido, le he dicho yo que la mayoría, la inmensa mayoría de los de la provincia por donde ha salido diputado, está en contra de lo que él traía.

Que no están enterados. Eso de si están o no enterados… Cuando aquí se dice, se ha dicho alguna vez, que había que dar a conocer el Estatuto a los que están en contra, yo he pensado muchas veces que había que darlo a conocer a los que lo han votado, porque un Estatuto no se vota por articulado: se vota por una tendencia, pero por articulado, no.

Y es lo que quería decir, porque todo lo demás está discutido. Hay una cosa que es mucho más grave; no que uno venga aquí a exponer la doctrina que no parece correcta del voto imperativo. He leído, y después me han confirmado, que en una conversación que el señor presidente del Consejo de Ministros tuvo con el señor Maura, hablando de si tendría tantos o cuantos votos -los que sean, yo no me acuerdo-, hubo de decirle el Sr. Maura: "¿Está usted seguro? Porque yo sé que algunos faltarán." "¿Se lo han dicho?" "A mí me han dicho más de uno de los que van a votar que no faltarán, sino que van a votar, no contra lo que creen que es la voluntad de sus electores, sino contra su conciencia, y eso es indigno." (Muy bien, muy bien.- Aplausos) No hay disciplina de partido que pueda someter de esa manera la conciencia de un ciudadano; esto es verdaderamente indigno. Lo he oído alguna vez: votarán contra su conciencia, que no es contra el parecer de sus electores, sino contra su conciencia. No me han convencido.

¡Ah!, pero voy más lejos. En una ocasión recuerdo que algunos amigos catalanes se quejaban, con mucha razón, con muchísimas razón, de que se les quisieran conceder las cosas así como por limosna, para quitarse de encima un pedigüeño inoportuno. En efecto, de ese modo no se puede aceptar; pero yo les digo si es que se pueden aceptar los votos de gentes que rinden la conciencia ante no sé qué esperanzas o qué temores. Conseguir de esa manera una victoria es algo que yo no lo aceptaría nunca. (Muy bien.) No se rinden por el convencimiento, sino por mantener una cierta disciplina. Y no hablemos de eso, de si corre o no corre peligro la República, porque eso no son más que camelos. (Risas.)

En el fondo, ya he dicho, tengo mi opinión respecto al asunto. Ahora, respecto a lo otro, a esa concepción de disciplina de partido, la disciplina de partido termina siempre donde empieza la conciencia de las propias convicciones, y yo digo que tan desdoroso es para los que rindan así su conciencia contra su convicción (y son varios los que me lo han dicho) como para los que acepten este voto. No tengo más que decir: (Muy bien.- Aplausos.)

LA PRENSA LA REVOLUCIÓN DEL PERIODISMO EN EL PERÚ

Unamuno: "Justo es que España pierda Cataluña"

Cultura recibe la donación de unas cartas inéditas del filósofo a Azaña en las que revela la inminente independencia catalana

Peio H. Riaño

Madrid 12 de diciembre de 2011

“Me preparé por lo menos las bases de la reunión de la nación española y la catalana ya que Cataluña [sic] ha de acabar, y muy pronto, por separarse del todo del Reino de España y constituirse en Estado absolutamente independiente”, se lee en veloz caligrafía que Miguel de Unamuno (1864-1936) tiró sobre las cuartillas amarillentas la Nochebuena de 1918, destinadas a su amigo Manuel Azaña (1880-1940).

En la primera de una suculenta colección de cartas, que recorren las paradas políticas de España durante la primera mitad del siglo XX, que ha llegado hasta la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura por donación del coleccionista Santiago Vivanco, Unamuno pide a Azaña la suplencia de una conferencia en el Ateneo de Madrid. Por esas fechas el prestigio de Unamuno y el volumen de sus ensayos hacen que la Residencia de Estudiantes culmine la edición de sus Ensayos en siete volúmenes. Después de navegar por las explicaciones sobre su ausencia, le apunta que su conferencia “cursaría sobre la soberanía catalana” y el uso “de la lengua con consideraciones sobre el conflicto de dos culturas”. “La fórmula, como dicen los políticos, es sencillísima y en pocas palabras la expondría yo”, continúa sin ningún amago.

"No puede haber dos ciudadanías", dijo Unamuno en el Congreso en 1931

Su explicación “sencillísima”: “En tiempos de Felipe IV se perdió Portugal conservando Cataluña, en tiempo de nuestro Habsburgo de hoy, Alfonso XIII, siendo su canciller Canalejas, se pensó en conquistar Portugal y del triunfo, descontado en el Palacio de Oriente, de Alemania se esperaba la anexión de Portugal y la formación del Imperio Ibérico, vulgarizándose España; justo es, pues, que al ser ésta derrotada con Alemania –la mentalidad neutral que dijo Romanones (el político que ve más claro y obra más turbio) era una alianza clandestina con aquel a quien se creía vencedor futuro– justo es, pues, que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me cabe la menor duda que la perderá. La federación no es más que una hoja de parra. ¡Cuánto me gustaría hablar de todo esto ahí!”.

Conocíamos a ese Unamuno dueño de una prosa resuelta, en la que cabe el símil y el barniz irónico, el juego de palabras y el cultismo, capaz de derribar, también en oratoria ante la bancada, a los diputados de la República. El diario de sesiones del Congreso de los Diputados, del 22 de octubre de 1931, recoge una de las más famosas alocuciones del autor de La agonía del cristianismo (1925) y San Manuel Bueno, mártir (1933), sobre el uso del catalán y el castellano en las escuelas de Catalunya: “Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías”. En su discurso defiende la oficialidad del castellano y reniega de la imposición del catalán a todos sus ciudadanos.

Entre las cartas donadas aparece una de Valle-Inclán a Azaña en 1923

Un cristiano rebelde

Unamuno, fiel al ideario liberal, inquisitivo, polémico y opinante a contrapelo, que se declaraba cristiano pero abominaba de la teología católica o protestante, era un defensor de la lengua catalana y reconocía en Juan Maragall a uno de los hombres que “más profunda huella” dejaron en él. Sin embargo, se desconocía esta vehemencia en sus argumentos y conclusiones. Estas cartas se han conservado gracias al impulso coleccionista de Vivanco (Logroño, 1973), director general de Bodegas Dinastía Vivanco y director de la Fundación Vivanco, que reconocía a este periódico desconocer el contenido de la misiva debido a la urgente caligrafía con la que escribía Unamuno.

El 16 de marzo de 1922, Unamuno vuelve a escribir a Azaña, con toda confianza, más breve y más sarcástico: “Ahora ando ocupado en inventar una careta protectora contra la nube de los gases de aspirantes de la marea jesuítico-episcopal –y palaciega– con la que nos amargan. La estupidez –no otra cosa– borbónico-habsburgiana va en aumento”. Escribe un año y medio antes del levantamiento militar de Miguel Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923.

La referencia en la carta a la figura de Alfonso XIII es premonitoria del papel decisivo que ocupó el monarca en la gestación del golpe de Estado. La mayoría de los historiadores considera al rey como un obstáculo para la posible conversión del régimen en una democracia representativa. Desde el comienzo de su reinado contribuyó decididamente, recuerda la historiadora Carolyn Boyd, “a propiciar la debilidad del poder civil y la predisposición militar a intervenir en la política”.

Desde luego, no había imaginado que la dictadura militar que inauguraba no era la salvaguarda de la Corona, sino el principio de la liquidación de la monarquía constitucional. De ahí que, meses más tarde del golpe, Unamuno escribiese que más que un golpe, Primo de Rivera había dado un “soplo” de Estado, dada la escasa resistencia que tuvo su acción, a la que no se enfrentó ni el resto del Ejército, que el rey apoyó inmediatamente y ante la que los partidos reaccionaron de forma pasiva.

Como escribió Arturo Barea (1897-1957), autor de La forja de un rebelde (1941): “El hombre de la calle se quedó mirando atónito lo que pasaba, como la gallina hipnotizada se queda mirando el trozo de tiza; y cuando trató de recobrar su equilibrio, los acontecimientos le habían sobrepasado: el Gobierno había dimitido, algunos de sus miembros habían huido al extranjero, el rey había dado su aprobación al hecho consumado y España tenía un nuevo Gobierno llamado El Directorio”.

Indalecio Prieto critica la censura de prensa del Gobierno de Alcalá-Zamora

La rabia de Valle-Inclán

Precisamente, entre las cartas donadas aparece también una que Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) escribe a Manuel Azaña, el 16 de noviembre de 1923, desde la Puebla de Caramiñal, entrando a definir con saña a los ocho generales y un contralmirante encargados del Directorio… y algo más: “En la cuestión política estoy muy desorientado. A mí estos del Directorio me parecen unos sargentos avinados. La contestación a los presidentes de las cámaras es una flor del más puro rufianismo. Pero la prensa de la calle de Larra está tocando al último extremo de la idiotez canalla. Creo que ha llegado el momento de negarle el saludo a esos sacristanes. Todas sus adulaciones son a cuento de que el Directorio falle el pleito que se traen con ABC. Han resultado más cínicos y más idiotas que Don Torcuato. Porque muy idiota hay que ser para no alcanzar que esta gente militar –¿gente?– son unos asnos con piel de león. Es tan ridículo todo lo que está pasando. Indudablemente los presidentes de las cámaras, no esperaban que el Chulo de Palacio tornase en cuenta su escrito, y acaso sólo buscaban acentuar el perjurio con vistas al extranjero, donde no ha de mirarse con buenos ojos un poder irresponsable. Ya me canso. Mis recuerdos a todos los amigos”.


Desterrado pero no silenciado

En 1924, la dictadura respondía a las críticas de Unamuno mandándolo al destierro, en Fuerteventura, y cesándolo como catedrático y vicerrector de la Universidad de Salamanca. El filósofo había denunciado que el Directorio militar ya no era un “interregno” o una “tregua”. Veía Unamuno muy claro el objetivo del “pronunciamiento de generales camineros”: “No se trataba de llevar a cabo una revolución saneadora desde el poder, se trataba de evitar la revolución que se veía venir desde abajo”.

Y en la sombra muda, Manuel Azaña, el hombre de confianza, la referencia intelectual que asumió el riesgo de convertir en medidas legislativas el ideario reformista: impulsar la reforma agraria, implantar un sistema educativo nacional extenso, científico y laico, separar la Iglesia del Estado, reducir las dimensiones del Ejército… Arriesgó a pasar aquellas ideas a la acción política y se encontró con un estrepitoso fracaso.

En parte, auspiciado por los problemas de relación con Niceto Alcalá-Zamora (1877-1949), presidente de la República cuando Indalecio Prieto escribe, el 10 de enero de 1935, desde París a Azaña, en su domicilio de Serrano: “De cuantos actos políticos ha realizado don Niceto desde que se posesionó de la presidencia de la República, el más grave de todos es este de ahora al acaudillar, nada menos que desde su alto puesto, la reforma constitucional. Es algo a todas luces intolerable y, además, reviste caracteres de verdadera alevosía. Porque si en cualquier momento no se está en condiciones de polemizar con el presidente de la República, ahora, con la censura de prensa y con algunos periódicos sin poder publicarse, ni siquiera cabe contradecir sus ideas, esas que él dice nacidas de su experiencia y que son simplemente la ratificación de sus puntos de vista ya conocidos y reiteradamente expuestos en los debates de las Cortes constituyentes”.

Para entonces nadie quería a Alcalá-Zamora en su puesto. En particular, la izquierda, que no le perdonaba haberle retirado la confianza en 1933, lo que significó la caída del Gobierno de Azaña y la ruptura de la coalición entre socialistas y republicanos. Las buenas migas que ya se cocían en esta carta no pudieron mojarse cuando Azaña fue elegido presidente de la República, el 10 de mayo de 1936: en contra de lo que había previsto, no podría nombrar a Prieto presidente del Gobierno ante la negativa de la UGT de Largo Caballero. El Gobierno republicano quedaba debilitado y visto para sentencia (militar).